Blogia
Vía de la Plata

Embalse de Alcántara - Galisteo

Embalse de Alcántara - Galisteo

 Día 4 Embalse de Alcántara – Galisteo.

  

Me desperté temprano sobre sabanas de color azul en un albergue de formas modernistas, habitado esta noche por sólo dos personas.  

 

Las vistas del pantano al atardecer y la visión nocturna de las estrellas hacen que sea un sitio fantástico en un lugar casi deshabitado.

 

David, mi compañero de albergue, dormía plácidamente cuando decidí levantarme, quería sentir el amanecer, e intentar revivir las sensaciones del día anterior durante el atardecer. Me senté en el exterior, en el suelo, apoyado sobre una de las paredes. Todo era tranquilidad y paz. Las últimas estrellas brillaban tenuemente y empezaban a ocultarse por la fuerza de la luz emergente. El pantano iba apareciendo a la vista mientras que los pájaros empezaban a sobrevolarlo buscando el sustento diario de insectos y pequeños peces. Estos subían y bajaban planeando sobre las aguas en un ambiente de paz y concordia indescriptibles. Durante media hora me llene de aquella visión de tranquilidad y orden. No había nada que incordiase, todo era equilibrado. Mi espíritu se sentía en paz viendo la grandeza de una Naturaleza al amanecer. Me sentía inmerso en el equilibrio del lugar y una oración acudió a mi boca en señal de agradecimiento de lo que me estaba siendo dado.

 

A las siete, volví a la habitación. David no tenía prisa y dormía a pierna suelta. Así que recogí todos mis bártulos y salí al salón para empaquetarlos sin molestar. Di cuenta del café con leche calentado en un microondas y de un par de magdalenas.

 

Con tranquilidad cargué la mochila y emprendí el camino. No tenía prisa en abandonar aquel paraje que me había regalado la Vía de la Plata. Ascendí hasta la carretera, que ayer me martirizó durante la última hora media, y la atravesé para seguir por un camino ascendente durante otra media hora. No podía parar de volverme a divisar el embalse y páramo circundante para impregnarme las retinas del mismo. 

 

Al poco rato alcancé una planicie tranquila y sosegada. Estaba llena de jaras que desprendían un olor peculiar. Se podía ver a kilómetros de distancia y pocos árboles me acompañaban en el caminar. Pasé un par de cancelas y unos cuantos mansos pacían tranquilamente olvidándose de mi presencia. Me deleite con la vista en el horizonte donde se podían ver las próximas subidas.

 

Ensimismado en mis pensamientos y vivencias oí.

 

-         Buen camino, compañero. ¿Qué silencioso te has levantado esta mañana?

 

Era David, mi compañero de albergue y andanzas.

 

-         Buenos días. Me levanté temprano y no quise despertarte.

 

-         La verdad es que he dormido sin enterarme de nada. La paz era increíble.

 

-         ¿Hasta donde vas hoy? – le pregunté.

 

-         Pues no se, pero como quiero pasar un día entero en Salamanca, quiero hacer una etapa larga. Supongo que hasta Galisteo o Carcaboso.

 

-         ¡Puf! Creo que para mi eso es mucho. A Carcaboso hay más de cincuenta. Yo no se si quedarme en Grimaldo o como mucho Galisteo, eso si llego temprano al primero. Ya sabes que no tengo demasiada prisa y me gusta parar siempre que me apetece. Nunca se si volveré a pasar por estos lugares y me gusta impregnarme de su esencia.

 

Seguimos durante un rato charlando de lo magnífico del albergue y de la dureza del camino. Coincidimos en alabar la solidaridad de nuestro primer albergue, la Casa de la Beneficencia de los Esclavos de Maria y de los Pobres  de Alcuéscar.

 

David y yo habíamos coincidido en la salida de Mérida. Los dos vivíamos en Madrid y por casualidad partimos el mismo día. Nos conocimos preparando los macutos por la mañana en el albergue, y desde entonces compartimos destinos y algunos momentos, aunque habitualmente íbamos solos. Él tiene un paso mucho más rápido.

 

Como su paso era más largo se fue alejando lentamente, quién fue un compañero durante tres días. Ya no nos volveríamos a encontrar. El camino es así. Conocemos gente y tenemos vivencias gratificantes, para luego desaparecer pero permaneciendo siempre en nuestro recuerdo.

 

Supe que había llegado hasta Carcaboso y luego, un día antes que yo, a Salamanca.

 

Cuando le perdí de vista volví reparar en las florecillas silvestres que me acompañaban y en los olores que desprendían. Unas pocas mariposas revoloteaban buscando las más llamativas para posarse con suavidad. Cuando llegaba a su altura volvían a remontar el vuelo con suavidad y dulzura. Me gusta fijarme en las pequeñas cosas pues también tienen su importancia.

 

Eran las diez y media cuando llegue a un desvió que marcaba al pueblo de Cañaveral. Sabía que no era necesario pasar por él, pero empezaba a tener necesidad de mi segundo desayuno y, por que no, conocer el pueblo.

 

Es una bajada trepidante que termina en un pequeño puente medieval. Durante la bajada me llevé un susto importante en una de las revueltas al ver una serpiente, o quizás una víbora, la verdad es que no lo se. La pobre me debió oír y al intentar huir precipitadamente se resbaló y cayó en mitad del sendero. Fue gracioso que los dos saltáramos en sentido contrario despavoridos. La verdad es que mi valor deja mucho que desear.

 

Nada más entrar busqué un bar, pero los dos o tres que me crucé estaban cerrados, así que me desvié y me dirigí al centro del pueblo. Pregunté a una señora por un sitio donde tomar café.

 

-         Mira hijo, ahí mismo a la izquierda hay una churrería que hacen unos buenísimos calentitos.

 

Allí que fui. Tras luchar a brazo partido con las cintas de la puerta, que siempre se me enganchan en la mochila, entré en un local de azulejos blancos. La freiduría estaba a la izquierda y tres o cuatro clientas daban cuenta de unas porras tostadas, gruesas, largas y que me llenaron de saliva toda la boca. El olor a aceite caliente era penetrante y llenaba todo el local. Sin remedio pedí dos y un café. La verdad es que más que comerlas las deguste con fruición, aunque notaba que la grasa embadurnaba la servilleta en la que me las dieron.

 

¡Viva el colesterol! Y juro no comentarle este exceso a mi médico cuando me diga que lo tengo alto. 

 

Mientras que estuve allí no pude evitar escuchar la conversación de dos señoras.

 

-         ¿De donde vienes, Pura?

 

-         De la consulta, para sacarme sangre para unos análisis.- Respondió una oronda señora vestida de negro mientras engullía una de las largas porras.- El médico la semana pasada me dijo que me los hiciera para ponerme a dieta, y antes que me mande sólo verde voy a satisfacer al estómago con algo con sustancia. Las pocas ilusiones que ya le quedan a una y me la van a quitar.

-         Estos médicos siempre fastidiándonos.- Respondió la otra entre bocado y bocado de unos churros igual de grasientos. Antes cuando íbamos al campo de sol a sol y sólo había gachas para echar al buche nadie nos limitaba la pobre pitanza, ahora que con la pensión podemos darnos algún capricho, llegan los matasanos y lo prohíben todo.

 

Estas palabras me hicieron sonreír por la buena alimentación que le proporcionaban a su gordura desbocada pero también por la añoranza de los mayores por los tiempos de su juventud.

 

Terminé mi segundo desayuno y salí para ver la Iglesia de Santa María. Estaba cerrada esta hermosa iglesia de piedra rodeada de casas encaladas.

 

Volví sobre mis pasos un poco cabreado por no poder visitar los templos del camino, siempre me los encuentro cerrados.

 

Cogí el arcén de la carretera que va hacia la general, que ya empieza a estar en cuesta. Un amable campesino vestido con su boina negra y raída me indicó el sendero lleno de hierbajos que me llevaría hasta la ermita de San Cristóbal.

 

Desde aquí se puede ver la vía que sube hasta el puerto de los Castaños. La verdad es que impone ver el kilómetro de ascensión, en él tuve que subir más lentamente, de lo que suelo hacerlo, porqué el resuello y las porras me impedían ir más deprisa.

 

Una vez pasado este tramo el sendero se suaviza, introduciendo al caminante entre una zona de bosque de pinos, jaras y, cuando se llega a lo alto, alcornoques. Estos tenían los troncos rojizos y sin el corcho que los cubre. Sus ramas se retuercen y crean hermosos árboles recortados sobre el fondo de la serranía verde y floreada.

En el alto se abre el paisaje y el camino se convierte en una carreterita que sin querer nos lleva hasta la N-630, mi querida y a veces odiada nacional de la Plata. Justo se unen al lado de un club de carretera, que a las doce de la mañana ya estaba con clientes. Ahí mismo las flechas me llevaron a una cancela  ganadera. Al otro lado había uno de los alcornocales más bonitos de mi camino. Estos protegían del sol al ganado que albergaba. Tuve suerte y todos con los que me encontré estaban más entretenidos en comer que en fijarse en mi. Estos si eran bravos, según me dijeron.

 

Aunque empezaba a calentar el sol en este paraje se estaba bien. Me encantó esta finca agrícola típicamente extremeña. Fueron unos cuatro kilómetros placenteros.

 

Salí de la finca por una portela, que lleva por el arcén de una carretera, en menos de un kilómetro, hasta Grimaldo. El cambio fue muy brusco, del frescor del bosque pasé a pisar un asfalto caliente que parecía iba a derretir las botas. Me costó muchísimo llegar al pueblo.

 

Nada más entrar me encontré con un bar y, por supuesto, entré. Dentro estaba un ciclista preguntando a la señora que lo atendía por el camino, no sabía si ir a Galisteo o a Plasencia.

 

Era la una de la tarde, pedí una coca cola y un bocadillo de tortilla francesa, que devoré sentado en la terraza. Esta estaba pegada a la carretera pero con una sombra refrescante.

 

La señora me preguntó si quería quedarme en el albergue. Era demasiado pronto para parar en este pueblo que apenas tenía servicios. Cargue de agua y me dispuse a doblar la etapa.

 

Media hora reposando me recuperó. Caminaba despacio por una trocha estrecha entre un campo de florecillas que muchas veces hacían difícil el caminar. No había apenas árboles pero los prados eran hermosísimos. La primavera estaba inundada de vida vegetal y animal. Mi ojos no paraban de fijarse en este paisaje fascinante.

 

A la hora, aproximadamente, el paisaje cambia y empiezan a aparecer encinas. Al principio lejanas unas de las otras, luego mucho más próximas. Se van pasando pequeñas lomas de una gran belleza, todas ellas llenas de encinas viejas. Cuando llevaba unos 9 kilómetros o 10 kilómetros desde Grimaldo mis pies reclamaron un descanso. Yo como soy obediente a determinados mandatos, busque una sombra y tiré la mochila, liberé los pies de su cárcel y me estiré la esterilla. Tocaba descansar un rato.

 

Fue una hora relajada y distendida soñando con praderas sembradas de encinas y prados verdes y frescos. No sabía si lo que estaba viendo era sueño o realidad. Creo que las dos cosas coincidían.

 

A las cinco me desperté sin saber muy bien donde me encontraba, estaba relajado y tranquilo, sintiendo la paz del lugar. Notaba un equilibrio fascinante que me obligaba a seguir observando el paisaje.

 

Cuando conseguí despertarme del todo, empaqueté y con resignación volví a reemprender el camino. Este dejó de ascender para empezar a llanear y luego a descender hasta la carretera de Riolobos. Antes tuve que pasar una zona de obras encharcadas, bastante desagradables.

 

Sabía que me quedaban un par de horas por lo menos, pero noté que el sol todavía derretía la sesera cuando desaparecían los árboles. La carretera parecía que se deformaba a mi paso. Me quedaba poco agua y empecé el racionamiento. Solo un pequeño sorbo cada cuarto de hora.

 

Esperaba tener suerte y encontrar algún sitio donde refrescarme. Cuando llegue al desvío de la carretera, una pareja de ciclistas me adelantaron con el “Buen Camino Peregrino”. Fue un momento de alivio ver que todavía había gente en el mundo. No había encontrado a nadie en las últimas 5 horas, desde Grimaldo.

 

En este punto caminé entre terrenos de labor regados por acequias llenas de agua no potable, pero que a cada paso eran una tentación. El sol era aplastante. Cada paso era un suplicio. Llevaba hora y media desde la siesta y ya estaba chorreando. Mojé la bandana en una de las acequias y me la coloque en el cuello sujeta por la gorra. Era reconfortante tener el cuello fresco.

 

Tenía ganas por llegar, pero el pueblo que se había visto en la lejanía parecía que se alejaba cada vez un poco más. Sabía que cuanto más ansias tienes por algo, el tiempo se alarga. En el camino también pasa esto, y lo he podido comprobar muchísimas veces. Distancias que a primera hora de la mañana se recorren casi sin darte cuenta, en los últimos kilómetros son interminables. Este es el caso de Galisteo, nunca se termina de llegar.

 

Este camino carretero tampoco ayuda, todo el rato se va al sol, serpenteando y jugando a acercar y alejar el pueblo.

 

A unos tres kilómetros antes de llegar, vi un sauce llorón al borde del camino con una mesa de piedra. No lo dudé, solté la carga y volví a liberar los pies. Estos echaban humo y además estaban reblandecidos.

 

Me tumbé encima del banco y coloqué los pies en alto apoyados sobre el tronco del árbol. Mi cabeza no quería seguir andando y la bolsa del agua estaba en las últimas, apenas un par de sorbos.

Veinte minutos de relajo y la última naranja. Algo para refrescar el gaznate.

 

Volví a caminar y cada paso me costaba un potosí. Cuando creía que el pueblo estaba a tiro de piedra una cuesta de 200 metros delante de mi, dura y descarnada me amargó. Intenté olvidar el cansancio, calor, sudor y peso de la mochila y concentrarme en el siguiente paso sin mirar para arriba.

 

Al remontar el camino se inclina para abajo directamente a la entrada del pueblo. No tenía agua y las piernas estaban muy cargadas, les costaba sujetarme. Al llegar al cruce con la carretera vi de frente un bar-restaurante y allí me lancé.

 

Tiré la mochila en un rincón y pedí una cerveza con limón. Pregunté por el albergue. Me dijeron que estaba al otro lado del pueblo y me sentí sin fuerzas para continuar. Pregunté si tenían habitaciones, me dijeron que sí. No hubo duda, aquí me quedo cueste lo que cueste.

 

Me dieron una habitación en el piso superior con dos camas y con aire acondicionado. El baño era compartido, pero no me importó. En cuanto me dejaron solo, abrí la mochila y volqué todo su contenido en una de las camas, me quité toda la ropa, me tiré en la cama y di el aire ligeramente. Durante una hora no me moví, no podía, estaba pegado a la cama. Las piernas me pinchaban, eran agujas penetrantes y profundas.

 

Después renqueante me dirigí al baño donde el agua limpió el polvo del camino y dio algo de energía a mi espíritu.

 

Haciendo un gran esfuerzo me vestí y salí a dar una vuelta por el pueblo. El primer esfuerzo fue bajar la escaleras y después emprender la subida que va pegada a la muralla. Durante medio kilómetro ascendí para luego meterme por las callejas de este precioso pueblo blanco. Encontré a un abuelo que me preguntó si había sellado la credencial. Al decirle que no se prestó a acompañarme a una casa que con una escalera horrible, más por mi estado que por el de la misma, se encontraba la señora encargada del sello.

 

Amablemente el abuelo me indicó una tienda de comestibles. Necesitaba seguir bebiendo algo que me repusiera de la deshidratación y me proporcionara algunas sales perdidas.

 

Compré un Acuarius y al llegar a la puerta del hostal en una sombra, di cuenta del mismo. Demasiado deprisa y demasiado frío, el cuerpo se revolucionó y comencé a sudar frenéticamente y a sentir un mareo. Arrastrándome como pude llegué a la habitación y me tiré en la cama. Antes que pudiera darme cuenta de estar en la horizontal ya me había quedado dormido.

 

Eran sobre la nueve de la noche y no me despertaría hasta las 7 de la mañana. 41 kilómetros inolvidables de una Plata auténtica.


 

0 comentarios