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Vía de la Plata

Galisteo - Arco de Caparra

Galisteo - Arco de Caparra

 Día 5 Galisteo – Arco de Caparra.

 

Me desperté con un rayo de sol sobre la cara. Me encontraba cansado después de los cuarenta y un kilómetros de ayer. Las piernas estaban pesadas y mis pies todavía resentidos por esfuerzo realizado. Me pesaban hasta los brazos y se resistían a ponerse en movimiento. Los ojos se fijaron en el techo repintado blanco. Había sido un día duro, él de ayer, más por la calorina de un sol impenitente que por el recorrido realizado.

 

Con un esfuerzo increíble miré alrededor. Estaba en un cuarto con dos camas de una pensión de Galisteo. En la habitación estaban todas mis ropas tiradas y la mochila sobre la otra cama, medio dentro, medio fuera del colchón. Decidí que no podía ser esa vaguería matutina, así que dirigí todos mis esfuerzos a sentarme en la cama y poner los pies en las baldosas irregulares, haber si recibía el frescor de las mismas y me hacían terminar de despertar. Sentado y con las manos frotando los ojos recordé el medio soponcio que me dio la tarde anterior.

 

Con las manos todavía en la cara pensé en el mareo de ayer y me dije con arrepentimiento:

 

-               ¡Qué tonto soy! Se perfectamente que para recuperarse de la deshidratación hay que beber, pero poco a poco y nunca con bebidas demasiado frías.

 

Quizás el cansancio viniera derivado del incidente. Busqué las ropas y me dirigí descalzo hasta el baño que se encontraba fuera de la habitación y era compartido. Allí me di una ducha en ese cuarto de baño destartalado y antiguo. El pequeño chorro de agua fría caía en la cara y el cuerpo, y terminó de despertar y despejar.

 

De vuelta a la habitación metí todos los bártulos en la mochila lo mejor que pude, antes de ponerme los calcetines y las botas esclavizadoras de mis pies. Tuve que dar dos zapatazos en el suelo para que se ajustaran debidamente. Cargué la mochila y me pareció una tonelada y recordé que la bolsa de agua estaba vacía. Tendría que llenarla antes de salir pero mi estómago necesitaba comida urgentemente para cargarme de energías necesarias. Tenía una barrita energética pero prefería algo más suculento y a ser posible revitalizador, como un café con leche.

 

Bajé las escaleras y fui al bar-restaurante, estaba cerrado y el cartel anunciaba que hasta las siete y media no abrían. Decidí sentarme y esperar, eran sólo 10 minutos, si el dueño era puntual. Mi cuerpo agradeció soltar de nuevo la mochila y despanchingarse en una de las sillas de plástico de la terraza.

 

Pasaban algunos coches pero la tranquilidad reinaba en este pueblo cacereño. Alguna persona pasó con andares ligeros hacia sus trabajos. Ellos me miraban y tuve la sensación de oír sus pensamientos hacia mi.

 

-               ¿Qué hará este pájaro con esas ropas tan poco formales y medio tirado en una silla a estas horas de la mañana? ¿No tendrá otra cosa que hacer a estas horas?

 

Me sonreí con las pintas que debía tener en ese momento y qué pocos compañeros de trabajo me reconocerían en este momento.

 

El dueño, con 10 minutos de retraso, apareció para abrir el bar. Tendría unos sesenta años, con una barriga cervecera notable y con un bigote grande que le hacía una cara bonachona y simpática.

 

-         Buenos días peregrino. ¿Qué tal se ha dormido?

 

-         Como un ceporro. Se me ha pasado en un minuto aunque haya dormido casi 10 horas.

 

-         Espera un momento aquí mientras que termino de dar las luces y de abrir.

 

No moví un músculo, aspiraba e intentaba ganar cada segundo de descanso.

 

El buen hombre, al poco rato, apareció con un gran tazón de café con leche y cinco o seis magdalenas.

 

-         Gracias por el detalle, pero no se tenía que haber molestado. Todavía puedo levantarme y llegar hasta la barra.

 

-         Descansa y cometeló todo, que el día va a ser caluroso y seguro que tienes una larga caminata.

 

Gracias Santiago por gente tan amable y comprensiva. Siempre escuchas las necesidades de los caminantes que a ti se amparan. Sin pensármelo dos veces di cuenta de todas las magdalenas y del café vivificante.

 

Eran la ocho y todavía no había empezado. El sol ya estaba alto y el calor iba a ser notable. Saqué la bolsa de agua vacía y me dirigí a la barra del bar para pagar.

 

Me cobró 2 euros y me llenó de agua fría la bolsa. La metí en la mochila y con ella puesta le agradecí el detalle del desayuno. El me dijo:

 

-         Gracias de nada, aquí siempre intentamos ayudar, y si el que lo necesita es peregrino con mucho mayor motivo.

 

Con la moral muy alta pero con un cansancio generalizado subí la cuesta hasta uno de los arcos que dan salida del pueblo.

 

Por una carretera sin apenas circulación pasé por un puente medieval camino de Aldehuela del Jerte. No se veía a nadie caminando. De qué me extraño, si esta ha sido la realidad desde que comencé en Mérida. Aún sabiéndolo, de vez en cuando el caminante necesita compartir experiencias con alguien más que consigo mismo.

 

Intentando no pensar en mi cansancio y con paso lento seguí los casi seis kilómetros que había hasta el pueblo. Estaba rodeado de huertas y el terreno era entretenido, aunque sin árboles que dieran sombra. El calor se empezaba a notar.

 

Aldehuela es un pueblo que se atraviesa pero en el que no pude ni tan siquiera parar, el bar lo abrían por la tarde y la tienda hasta las diez no se podía contar con ella.

Al poco de salir oí por la espalda un saludo.

 

-         Buen camino.

 

Eran una pareja de ciclistas que ayer me adelantaron ocho kilómetros antes de Galisteo, justo cuando el agua me escaseaba y las botas echaban humo por el calor.

 

-         Buen camino.

 

Les seguí con la vista mientras se alejaban, no pude dejar de pensar en lo deprisa que van estos ciclistas. Seguro que hoy llegan hasta Baños de Montemayor o inclusive más allá, cuando yo hasta mañana no llegaré.

 

Con estos pensamientos u otros parecidos continué mi camino. Notaba que se iban calentado los músculos y ya no me sentía tan cansado como esta mañana, aunque los pies no pensaban lo mismo.

 

Llegué sobre la once a Carcaboso, enseguida me sorprendieron los miliarios que se encuentran pegados a la iglesia. Las calles estaban llenas de gente que se dirigían al mercadillo. Las señoras con sus carros compraban frutas, verduras, quesos, ropa, zapatos y mil cosas más. Me entretuve un rato viendo el ambiente. En uno de los puestos de frutas había tres señoras comprando en una amena charla. Comentaban lo caro que estaba todo y como el tiempo este año venía raro.

 

Cuando se dieron cuenta de mi presencia me cedieron la vez amablemente.

 

-         Pasa primero que seguro tu compra es mucho más ligera que la nuestra.

 

Compré un par de tomates, cuatro naranjas, dos plátanos y me regalaron una bolsa de cerezas.

 

-         Por favor, me pueden decir donde puedo encontrar el albergue de Doña Elena. - Pregunté a una de las amables señoras.

-         Si mira, sigue hasta el cruce y luego gira a la izquierda. Ella está en un bar donde se pueden echar las quinielas.

-         Muchas gracias, espero no perderme.

 

Volví a parar en un camión que vendía embutidos y quesos. Hoy no tendría otro sitio donde avituallarme y tenía que pasar las próximas 24 horas con lo que tuviera en la mochila, y las barritas no me apetecían.

 

Por fin torcí a la izquierda y vi un bar. Entré enrollándome la mochila con las cintas de la puerta. En el mismo estaban tres clientes sentados y una señora pelando patatas. Al camarero le pedí una coca cola.

 

Me sirvió un bote y la señora desde el fondo le dijo.

 

-         Dale un huevo que ya debe llevar un buen trecho.

 

-         Gracias. Usted no se llamará Elena.

 

-         Si soy yo, ¿porqué lo preguntas?.

 

-         Pues le traigo el encargo de darle un beso de una peregrina que ha pasado un par de veces por aquí, y que la tiene en gran estima.

 

-         ¡Huy! Por aquí pasan muchos y siempre trato de ayudarles en lo que puedo.

 

Se notaba en su voz una fuerte personalidad y fuerza. Sin saber más de ella pude deducir una vida dura y llena de trabajo.

 

-         Es una peregrina catalana que se llama Gloria.

 

-         ¡Ah! Esa muchacha que es abogada. Me quiere mucho.

 

-         No le puedo decir su profesión, sólo la conozco por un foro en el que conversamos sobre el camino, pero si debe tenerla mucho cariño por que habla maravillas de usted.

 

-         Yo hago lo que puedo y les doy sobretodo cariño. Muchas veces unas pocas palabras y una cama reaniman a los peregrinos cansados.

 

Estuvimos un rato charlando y pedí otra coca, y de forma automática el muchacho me soltó otro huevo duro. Decidí no pedir más bebida por que mi colesterol se iba a revolucionar y mi médico a abroncarme.

 

En un momento dado Doña Elena me dijo que la acompañara a mostrarme el albergue. Este estaba en la casa de al lado. Su casa en la planta baja y en la superior múltiples habitaciones con tres o cuatro camas cada una de ellas. Todas con sus sábanas y sus colchas. Una muchacha estaba limpiando y la lejía se hacía notar. Estaba orgullosa de su creación y comentaba que pese a que tenía muchos gastos, por que siempre había que comprar cosas nuevas, le compensaba por la ayuda que prestaba. Estaba especialmente orgullosa de la terraza donde me mostró los tendederos que tenía preparados.

 

Ya de nuevo en el bar me dijo.

 

-         ¿A dónde vas hoy? ¿Por qué no te quedas aquí?

 

-         Hoy quiero dormir en las ruinas de Caparra. Se que hay un centro de interpretación y quizás me dejen dormir en algún lugar.

 

-         Pues no se que horario tienen ni que días abren. Unos dicen que está cerrado los lunes y otros que solo abren los fines de semana. Pero me podías dar tu número de móvil y esta tarde te llamo, así me informas de los horarios, y si es posible conseguir agua.

 

Imposible negarse ante una señora tan servicial y tan reconfortante para el espíritu de este pobre peregrino.

 

Terminé mi la coca cola, que había dejado a medias, y antes de marchar Doña Elena me dio otros dos huevos diciendo:

 

-         Toma esto para que te lo comas con un tomate en alguno de los descansos, pero colócalos en el bolsillo izquierdo de la mochila que ahí no le da el sol.

 

-         Muchas gracias, pero no se va a salvar de que le de los dos besos de Gloria y otros dos de mi parte por su amabilidad.

 

-         Pues venga, que las muestra de cariño nunca están demás.

 

Sin más, cargue la mochila y volví a seguir las flechas. Mi espíritu estaba recuperado y animado. No notaba el cansancio. Las palabras cariñosas de esta señora me había alimentado más que un gran bocata.

 

El camino continua entre las huertas regadas por el río Jerte. Durante cuatro kilómetros no cambia el paisaje. El sol empezaba a crujir a las neuronas eran las doce y media y no llevaba más que 10 kilómetros. Tenía que acelerar un poco.

 

En una de las acequias encontré un agricultor dando paso al agua hacia su huerta.

 

-         Buenos días peregrino – me saludó con una sonrisa en los labios- mucho calor va hacer hoy. Si quieres un trago de vino ven aquí, que la bota la tengo en el agua para que esté fresquita.

 

-         Muchas gracias, nunca se desaprovechar una ocasión de beber buen vino. ¿Qué tal va la cosecha?

 

-         Pues muy tardía. En abril y mayo ha llovido mucho. Ya esa alfalfa debía estar seca y preparada para ser recogida, y ya la ves, esta verde. El tiempo está loco.

 

Me despedí del buen hombre después de un par de tragos del néctar de la uva.

 

Se caminaba por un camino perfectamente señalado pegado a una acequia, son tierras amaestradas por el hombre y transformadas por él. A cuatro kilómetros del pueblo una cuesta da paso a una zona de encinas y alcorques. Al principio la cuesta va por un camino con torrenteras, luego se convierte en un sendero pegado a una valla.

 

Es zona de ganado y las cancelas son frecuentes. Las palabras del agricultor son ciertas. Se podían ver pequeñas flores de todos los colores que cubrían un suelo todavía verde. Aunque hacía calor, cuando se pasaba por zona umbría daba gusto y la temperatura era ideal.

 

La subida y el sol me hacían sudar lo suyo. Cada sombra era una tentación, llevaba dos horas caminando desde Carcaboso y según mis cálculos todavía otra hora y pico me quedaba en llegar a Venta Quemada.

 

En esto, pase una cancela que me hizo ir al lado izquierdo de la valla, y ante una fantástica encina no lo dudé y tiré la mochila. Me aposenté apoyado contra el árbol que se ajustaba como el respaldo de un sillón a mi espalda. El paisaje era maravilloso. Se veían encinas cada diez o doce metros en un paisaje ondulado lleno de la vida de una primavera tardía.

 

Liberé mis pies de su prisión de cuero y calcetín, y ambos gritaron de felicidad y confort al verse sobre una fresca hierba salvaje. Así mismo, saqué los huevos y un tomate para dar cuenta del regalo de Doña Elena.

 

Empecé la holganza del cuerpo y a devorar los huevos. Escuchaba a los pájaros y al viento sobre los hojas de los árboles. El placer que sentía se parecía a un pequeño orgasmo de mi cuerpo al relajarse de la tensión del camino.

 

No llevaba más de medio tomate, cuando de repente un ligero picor me empezó por las espalda.

 

-         ¡Joder, que molestia!

 

Me rasqué con placer, pero antes de satisfacer la molestia el picor empezó por otra parte, y luego por otra y luego por otra. Me incorporé y ...

 

-         ¡Carajo!

 

Miles de hormigas me atacaban con toda su pequeña dureza y gran molestia. Me incorporé de golpe rascándome y sacudiéndome la espalda con fuerza. Me tuve que quitar la camiseta,  los pantalones y los calzones para quitarme de encima las hormigas agresivas.  Las muy violentas no picaban, mordían y se enganchaban de forma difícil de quitar.

 

Cuando terminé, me sentí ridículo, allí en medio del monte totalmente desnudo y peleando no ya con los famosos toros de la Vía de la Plata, sino con violentas hormigas defendiendo su casa de un extraño bípedo.

 

Una vez liberado me volví a vestir, eso sí, revisando las prendas que me había quitado precipitadamente. Busque el árbol más próximo y me trasladé a él, previa revisión concienzuda de que no molestara a ningún pobre hormiguero.

 

Continué con el almuerzo campero pero sin poder olvidar el incidente. Pese a todo el lugar era magnífico.

 

Hacia las tres de la tarde volví a enjaular los pies y a cargar la mochila. Al principio los músculos se resistían a seguir subiendo, aunque los pies parecían nuevos y descansados. El sendero continuaba por el lado derecho de la valla hasta que se llega a la carretera que va a Oliva de Plasencia. Hay que atravesarla, y enfrente se ve una casa de campo y una amplia cañada. El sol calentaba y decidí pedir un poco de agua. Me acerque, pese a las informaciones que decían que los peregrinos no eran muy bien acogidos.

 

Una señora salió en ese momento con un cubo de agua sucia, y directamente le dije:

 

-         Buenas tardes, sería tan amable de darme un poco de agua.

 

-         Buenas tardes, pero por favor no hables tan alto que los obreros están en la siesta.

 

Sin más palabras la señora entró a la casa. Yo aproveche para soltar la mochila y sentarme en un banco de piedra contra la pared de la casa. Una parra proporcionaba una sombra vivificante. Unas gallinas picoteaban a la puerta de la casa recogiendo los restos del mantel de la comida.

 

La señora volvió a salir con una botella de litro y medio llena de agua, que me entregó sin rechistar. Esta estaba no muy fresca, pero me dijo que me la podía llevar. La verdad es que se lo agradecí, no quería que me diera otro “parrús”, como el de ayer.

 

Aunque la fama es mala, a mí me atendieron correctamente y no puedo decir más que gracias por dar de beber al sediento.

Volví a caminar, ahora el paisaje seguía siendo hermoso pero mucho más abierto de árboles. La sensación era de ir encajonado entre dos vallas de piedra, aunque la cañada es muy amplia. El calor arreciaba mucho más que en el tramo anterior, y mis pobres neuronas pese a la gorra echaban humo.

 

Empecé a buscar un sitio adecuado para descansar, no se podía caminar con esa calorina. Encontré otra hermosa encina y tras la inspección hormigil, estiré la esterilla, liberé los pies y me preparé para una buena siesta, cosa que no me costó demasiado.

 

El murmullo de las hojas me acunaron durante la hora y cuarto, perdí la conciencia. Llevaba cinco días en el camino y ya llevaba tres siestas bajo encinas y alcornoques. Creo que conseguí una buena media. He descubierto el beneficio de estos descansos a cielo abierto.

 

A las cinco y media volví a marchar. No tenía prisa. Sabía que me quedarían unos cuatro kilómetros, y que en una hora como máximo estaría en mi descanso del día. Iba descansado y los pies no protestaban demasiado, hoy había descansado muchas veces y aún así iba a hacer 30 kilómetros.

 

Pronto vi unos chalés que encajonan la cañada, pero ya desde allí se puede ver el Arco de Caparra. Tuve la sensación de llegar a un poblado romano visto por mi en algunas películas de romanos. Entre encinas se dibuja un arco cuadriforme o tetrapilón. Construcción bastante extraña en mitad del monte. Es muy hermoso y según me acercaba se percibía la belleza de sus formas.

 

En los últimos metros se pueden ver las tareas arqueológicas que tienen al descubierto lo que debieron ser los edificios, termas y templos. Busque el centro de interpretación pero no se veía, así que decidí dejar en un rincón la mochila y subir una pequeña loma con olivos que otorgaban un aspecto excelente para hacer más fotografías.

 

Desde lo alto pude ver el centro de interpretación que tenía unas máquinas de agua, refrescos y café. También había unos servicios fantásticos, que también aproveché. En la oficina estaban dos funcionarios que lo primero que me dijeron era que se cerraba a las 8 de la tarde y que no me podía quedar dentro del recinto. Aunque intenté sugerirle que me podía dejar abierto el cuarto de máquinas, no consintió.

Bueno, dormiría debajo del Arco que, por estar en el camino, no podían cerrar. Visité el pequeño museo y vi la película explicativa acompañado de un grupo de señoras. Estas habían llegado en un autobús y alborotaban un montón no dejando escuchar el sonido de la película.

 

Cuando marchaba, aproveché para coger un par de botellas de litro y medio, mañana tendría otros 20 kilómetros antes de encontrar una población.

 

Me acerque al arco y monté mi pequeño campamento en un rincón. Si llovía, que no tenía ninguna pinta, no me mojaría. Mientras anochecía aproveche para cenar algo de embutido y fruta sentado sobre la esterilla.

 

El atardecer fue precioso. Los tonos se iban enrojeciendo según caía el astro rey sobre el horizonte. Una vez sin sol, pero todavía con luz, me entretuve observando el vuelo de los pájaros sobre las ruinas buscando los insectos que los alimentaban.  Eran gritones y revoloteaban rozando el suelo por parejas. Me pareció una demostración de alegría ver las subidas, las bajadas y los cortejos de los machos sobre las hembras que intentaban conquistar.

Poco a poco fue oscureciendo y yo me arrope con el saco. La almohada eran las chanclas y el polar. Llevaba una pequeña linterna, que aunque la dejé a mano, no la llegue a utilizar.

 

El cielo se lleno de pequeñas estrellas que me fascinaron. Me sentí feliz descubriendo las constelaciones que me enseñó de chaval mi abuelo, cuando se nos hacía de noche a la puerta de la casa del pueblo. Estaba solo, pero me sentía en plenitud conmigo mismo.

 

¡Qué pocas cosas son necesarias para ser feliz!

 Me dormí sobre las doce de la noche y no desperté hasta el amanecer.  

Embalse de Alcántara - Galisteo

Embalse de Alcántara - Galisteo

 Día 4 Embalse de Alcántara – Galisteo.

  

Me desperté temprano sobre sabanas de color azul en un albergue de formas modernistas, habitado esta noche por sólo dos personas.  

 

Las vistas del pantano al atardecer y la visión nocturna de las estrellas hacen que sea un sitio fantástico en un lugar casi deshabitado.

 

David, mi compañero de albergue, dormía plácidamente cuando decidí levantarme, quería sentir el amanecer, e intentar revivir las sensaciones del día anterior durante el atardecer. Me senté en el exterior, en el suelo, apoyado sobre una de las paredes. Todo era tranquilidad y paz. Las últimas estrellas brillaban tenuemente y empezaban a ocultarse por la fuerza de la luz emergente. El pantano iba apareciendo a la vista mientras que los pájaros empezaban a sobrevolarlo buscando el sustento diario de insectos y pequeños peces. Estos subían y bajaban planeando sobre las aguas en un ambiente de paz y concordia indescriptibles. Durante media hora me llene de aquella visión de tranquilidad y orden. No había nada que incordiase, todo era equilibrado. Mi espíritu se sentía en paz viendo la grandeza de una Naturaleza al amanecer. Me sentía inmerso en el equilibrio del lugar y una oración acudió a mi boca en señal de agradecimiento de lo que me estaba siendo dado.

 

A las siete, volví a la habitación. David no tenía prisa y dormía a pierna suelta. Así que recogí todos mis bártulos y salí al salón para empaquetarlos sin molestar. Di cuenta del café con leche calentado en un microondas y de un par de magdalenas.

 

Con tranquilidad cargué la mochila y emprendí el camino. No tenía prisa en abandonar aquel paraje que me había regalado la Vía de la Plata. Ascendí hasta la carretera, que ayer me martirizó durante la última hora media, y la atravesé para seguir por un camino ascendente durante otra media hora. No podía parar de volverme a divisar el embalse y páramo circundante para impregnarme las retinas del mismo. 

 

Al poco rato alcancé una planicie tranquila y sosegada. Estaba llena de jaras que desprendían un olor peculiar. Se podía ver a kilómetros de distancia y pocos árboles me acompañaban en el caminar. Pasé un par de cancelas y unos cuantos mansos pacían tranquilamente olvidándose de mi presencia. Me deleite con la vista en el horizonte donde se podían ver las próximas subidas.

 

Ensimismado en mis pensamientos y vivencias oí.

 

-         Buen camino, compañero. ¿Qué silencioso te has levantado esta mañana?

 

Era David, mi compañero de albergue y andanzas.

 

-         Buenos días. Me levanté temprano y no quise despertarte.

 

-         La verdad es que he dormido sin enterarme de nada. La paz era increíble.

 

-         ¿Hasta donde vas hoy? – le pregunté.

 

-         Pues no se, pero como quiero pasar un día entero en Salamanca, quiero hacer una etapa larga. Supongo que hasta Galisteo o Carcaboso.

 

-         ¡Puf! Creo que para mi eso es mucho. A Carcaboso hay más de cincuenta. Yo no se si quedarme en Grimaldo o como mucho Galisteo, eso si llego temprano al primero. Ya sabes que no tengo demasiada prisa y me gusta parar siempre que me apetece. Nunca se si volveré a pasar por estos lugares y me gusta impregnarme de su esencia.

 

Seguimos durante un rato charlando de lo magnífico del albergue y de la dureza del camino. Coincidimos en alabar la solidaridad de nuestro primer albergue, la Casa de la Beneficencia de los Esclavos de Maria y de los Pobres  de Alcuéscar.

 

David y yo habíamos coincidido en la salida de Mérida. Los dos vivíamos en Madrid y por casualidad partimos el mismo día. Nos conocimos preparando los macutos por la mañana en el albergue, y desde entonces compartimos destinos y algunos momentos, aunque habitualmente íbamos solos. Él tiene un paso mucho más rápido.

 

Como su paso era más largo se fue alejando lentamente, quién fue un compañero durante tres días. Ya no nos volveríamos a encontrar. El camino es así. Conocemos gente y tenemos vivencias gratificantes, para luego desaparecer pero permaneciendo siempre en nuestro recuerdo.

 

Supe que había llegado hasta Carcaboso y luego, un día antes que yo, a Salamanca.

 

Cuando le perdí de vista volví reparar en las florecillas silvestres que me acompañaban y en los olores que desprendían. Unas pocas mariposas revoloteaban buscando las más llamativas para posarse con suavidad. Cuando llegaba a su altura volvían a remontar el vuelo con suavidad y dulzura. Me gusta fijarme en las pequeñas cosas pues también tienen su importancia.

 

Eran las diez y media cuando llegue a un desvió que marcaba al pueblo de Cañaveral. Sabía que no era necesario pasar por él, pero empezaba a tener necesidad de mi segundo desayuno y, por que no, conocer el pueblo.

 

Es una bajada trepidante que termina en un pequeño puente medieval. Durante la bajada me llevé un susto importante en una de las revueltas al ver una serpiente, o quizás una víbora, la verdad es que no lo se. La pobre me debió oír y al intentar huir precipitadamente se resbaló y cayó en mitad del sendero. Fue gracioso que los dos saltáramos en sentido contrario despavoridos. La verdad es que mi valor deja mucho que desear.

 

Nada más entrar busqué un bar, pero los dos o tres que me crucé estaban cerrados, así que me desvié y me dirigí al centro del pueblo. Pregunté a una señora por un sitio donde tomar café.

 

-         Mira hijo, ahí mismo a la izquierda hay una churrería que hacen unos buenísimos calentitos.

 

Allí que fui. Tras luchar a brazo partido con las cintas de la puerta, que siempre se me enganchan en la mochila, entré en un local de azulejos blancos. La freiduría estaba a la izquierda y tres o cuatro clientas daban cuenta de unas porras tostadas, gruesas, largas y que me llenaron de saliva toda la boca. El olor a aceite caliente era penetrante y llenaba todo el local. Sin remedio pedí dos y un café. La verdad es que más que comerlas las deguste con fruición, aunque notaba que la grasa embadurnaba la servilleta en la que me las dieron.

 

¡Viva el colesterol! Y juro no comentarle este exceso a mi médico cuando me diga que lo tengo alto. 

 

Mientras que estuve allí no pude evitar escuchar la conversación de dos señoras.

 

-         ¿De donde vienes, Pura?

 

-         De la consulta, para sacarme sangre para unos análisis.- Respondió una oronda señora vestida de negro mientras engullía una de las largas porras.- El médico la semana pasada me dijo que me los hiciera para ponerme a dieta, y antes que me mande sólo verde voy a satisfacer al estómago con algo con sustancia. Las pocas ilusiones que ya le quedan a una y me la van a quitar.

-         Estos médicos siempre fastidiándonos.- Respondió la otra entre bocado y bocado de unos churros igual de grasientos. Antes cuando íbamos al campo de sol a sol y sólo había gachas para echar al buche nadie nos limitaba la pobre pitanza, ahora que con la pensión podemos darnos algún capricho, llegan los matasanos y lo prohíben todo.

 

Estas palabras me hicieron sonreír por la buena alimentación que le proporcionaban a su gordura desbocada pero también por la añoranza de los mayores por los tiempos de su juventud.

 

Terminé mi segundo desayuno y salí para ver la Iglesia de Santa María. Estaba cerrada esta hermosa iglesia de piedra rodeada de casas encaladas.

 

Volví sobre mis pasos un poco cabreado por no poder visitar los templos del camino, siempre me los encuentro cerrados.

 

Cogí el arcén de la carretera que va hacia la general, que ya empieza a estar en cuesta. Un amable campesino vestido con su boina negra y raída me indicó el sendero lleno de hierbajos que me llevaría hasta la ermita de San Cristóbal.

 

Desde aquí se puede ver la vía que sube hasta el puerto de los Castaños. La verdad es que impone ver el kilómetro de ascensión, en él tuve que subir más lentamente, de lo que suelo hacerlo, porqué el resuello y las porras me impedían ir más deprisa.

 

Una vez pasado este tramo el sendero se suaviza, introduciendo al caminante entre una zona de bosque de pinos, jaras y, cuando se llega a lo alto, alcornoques. Estos tenían los troncos rojizos y sin el corcho que los cubre. Sus ramas se retuercen y crean hermosos árboles recortados sobre el fondo de la serranía verde y floreada.

En el alto se abre el paisaje y el camino se convierte en una carreterita que sin querer nos lleva hasta la N-630, mi querida y a veces odiada nacional de la Plata. Justo se unen al lado de un club de carretera, que a las doce de la mañana ya estaba con clientes. Ahí mismo las flechas me llevaron a una cancela  ganadera. Al otro lado había uno de los alcornocales más bonitos de mi camino. Estos protegían del sol al ganado que albergaba. Tuve suerte y todos con los que me encontré estaban más entretenidos en comer que en fijarse en mi. Estos si eran bravos, según me dijeron.

 

Aunque empezaba a calentar el sol en este paraje se estaba bien. Me encantó esta finca agrícola típicamente extremeña. Fueron unos cuatro kilómetros placenteros.

 

Salí de la finca por una portela, que lleva por el arcén de una carretera, en menos de un kilómetro, hasta Grimaldo. El cambio fue muy brusco, del frescor del bosque pasé a pisar un asfalto caliente que parecía iba a derretir las botas. Me costó muchísimo llegar al pueblo.

 

Nada más entrar me encontré con un bar y, por supuesto, entré. Dentro estaba un ciclista preguntando a la señora que lo atendía por el camino, no sabía si ir a Galisteo o a Plasencia.

 

Era la una de la tarde, pedí una coca cola y un bocadillo de tortilla francesa, que devoré sentado en la terraza. Esta estaba pegada a la carretera pero con una sombra refrescante.

 

La señora me preguntó si quería quedarme en el albergue. Era demasiado pronto para parar en este pueblo que apenas tenía servicios. Cargue de agua y me dispuse a doblar la etapa.

 

Media hora reposando me recuperó. Caminaba despacio por una trocha estrecha entre un campo de florecillas que muchas veces hacían difícil el caminar. No había apenas árboles pero los prados eran hermosísimos. La primavera estaba inundada de vida vegetal y animal. Mi ojos no paraban de fijarse en este paisaje fascinante.

 

A la hora, aproximadamente, el paisaje cambia y empiezan a aparecer encinas. Al principio lejanas unas de las otras, luego mucho más próximas. Se van pasando pequeñas lomas de una gran belleza, todas ellas llenas de encinas viejas. Cuando llevaba unos 9 kilómetros o 10 kilómetros desde Grimaldo mis pies reclamaron un descanso. Yo como soy obediente a determinados mandatos, busque una sombra y tiré la mochila, liberé los pies de su cárcel y me estiré la esterilla. Tocaba descansar un rato.

 

Fue una hora relajada y distendida soñando con praderas sembradas de encinas y prados verdes y frescos. No sabía si lo que estaba viendo era sueño o realidad. Creo que las dos cosas coincidían.

 

A las cinco me desperté sin saber muy bien donde me encontraba, estaba relajado y tranquilo, sintiendo la paz del lugar. Notaba un equilibrio fascinante que me obligaba a seguir observando el paisaje.

 

Cuando conseguí despertarme del todo, empaqueté y con resignación volví a reemprender el camino. Este dejó de ascender para empezar a llanear y luego a descender hasta la carretera de Riolobos. Antes tuve que pasar una zona de obras encharcadas, bastante desagradables.

 

Sabía que me quedaban un par de horas por lo menos, pero noté que el sol todavía derretía la sesera cuando desaparecían los árboles. La carretera parecía que se deformaba a mi paso. Me quedaba poco agua y empecé el racionamiento. Solo un pequeño sorbo cada cuarto de hora.

 

Esperaba tener suerte y encontrar algún sitio donde refrescarme. Cuando llegue al desvío de la carretera, una pareja de ciclistas me adelantaron con el “Buen Camino Peregrino”. Fue un momento de alivio ver que todavía había gente en el mundo. No había encontrado a nadie en las últimas 5 horas, desde Grimaldo.

 

En este punto caminé entre terrenos de labor regados por acequias llenas de agua no potable, pero que a cada paso eran una tentación. El sol era aplastante. Cada paso era un suplicio. Llevaba hora y media desde la siesta y ya estaba chorreando. Mojé la bandana en una de las acequias y me la coloque en el cuello sujeta por la gorra. Era reconfortante tener el cuello fresco.

 

Tenía ganas por llegar, pero el pueblo que se había visto en la lejanía parecía que se alejaba cada vez un poco más. Sabía que cuanto más ansias tienes por algo, el tiempo se alarga. En el camino también pasa esto, y lo he podido comprobar muchísimas veces. Distancias que a primera hora de la mañana se recorren casi sin darte cuenta, en los últimos kilómetros son interminables. Este es el caso de Galisteo, nunca se termina de llegar.

 

Este camino carretero tampoco ayuda, todo el rato se va al sol, serpenteando y jugando a acercar y alejar el pueblo.

 

A unos tres kilómetros antes de llegar, vi un sauce llorón al borde del camino con una mesa de piedra. No lo dudé, solté la carga y volví a liberar los pies. Estos echaban humo y además estaban reblandecidos.

 

Me tumbé encima del banco y coloqué los pies en alto apoyados sobre el tronco del árbol. Mi cabeza no quería seguir andando y la bolsa del agua estaba en las últimas, apenas un par de sorbos.

Veinte minutos de relajo y la última naranja. Algo para refrescar el gaznate.

 

Volví a caminar y cada paso me costaba un potosí. Cuando creía que el pueblo estaba a tiro de piedra una cuesta de 200 metros delante de mi, dura y descarnada me amargó. Intenté olvidar el cansancio, calor, sudor y peso de la mochila y concentrarme en el siguiente paso sin mirar para arriba.

 

Al remontar el camino se inclina para abajo directamente a la entrada del pueblo. No tenía agua y las piernas estaban muy cargadas, les costaba sujetarme. Al llegar al cruce con la carretera vi de frente un bar-restaurante y allí me lancé.

 

Tiré la mochila en un rincón y pedí una cerveza con limón. Pregunté por el albergue. Me dijeron que estaba al otro lado del pueblo y me sentí sin fuerzas para continuar. Pregunté si tenían habitaciones, me dijeron que sí. No hubo duda, aquí me quedo cueste lo que cueste.

 

Me dieron una habitación en el piso superior con dos camas y con aire acondicionado. El baño era compartido, pero no me importó. En cuanto me dejaron solo, abrí la mochila y volqué todo su contenido en una de las camas, me quité toda la ropa, me tiré en la cama y di el aire ligeramente. Durante una hora no me moví, no podía, estaba pegado a la cama. Las piernas me pinchaban, eran agujas penetrantes y profundas.

 

Después renqueante me dirigí al baño donde el agua limpió el polvo del camino y dio algo de energía a mi espíritu.

 

Haciendo un gran esfuerzo me vestí y salí a dar una vuelta por el pueblo. El primer esfuerzo fue bajar la escaleras y después emprender la subida que va pegada a la muralla. Durante medio kilómetro ascendí para luego meterme por las callejas de este precioso pueblo blanco. Encontré a un abuelo que me preguntó si había sellado la credencial. Al decirle que no se prestó a acompañarme a una casa que con una escalera horrible, más por mi estado que por el de la misma, se encontraba la señora encargada del sello.

 

Amablemente el abuelo me indicó una tienda de comestibles. Necesitaba seguir bebiendo algo que me repusiera de la deshidratación y me proporcionara algunas sales perdidas.

 

Compré un Acuarius y al llegar a la puerta del hostal en una sombra, di cuenta del mismo. Demasiado deprisa y demasiado frío, el cuerpo se revolucionó y comencé a sudar frenéticamente y a sentir un mareo. Arrastrándome como pude llegué a la habitación y me tiré en la cama. Antes que pudiera darme cuenta de estar en la horizontal ya me había quedado dormido.

 

Eran sobre la nueve de la noche y no me despertaría hasta las 7 de la mañana. 41 kilómetros inolvidables de una Plata auténtica.


 

Cáceres - Embalse de Alcántara

Cáceres - Embalse de Alcántara

Día 3 Cáceres - Embalse de Alcántara.

 Dormí profundamente soñando con el camino. Recorría veredas y trochas acompañado de mis amigos y de recuerdos de mi vida, como una película, solo que era yo él que se movía y el resto permanecía estático en los bordes. Todos me animaban a continuar jaleando todos mis pasos.

 

Se entremezclaban caras, paisajes y momentos con lugares, cielos azules y amaneceres radiantes. La mochila no pesaba y los pies se movían ágiles y presurosos, sin ningún sentido de dolor.

 

Las sonrisas presidían en todo momento el marchar. Me desperté feliz intentando retener cada momento del sueño para poderlo recordar cuando estuviera cansado y desanimado.

Miré al reloj y vi las seis menos cuarto. Tenía tantas ganas de volver al camino que me levanté y empecé a recoger la ropa seca, metiéndola en la mochila. Todavía estaba un poco organizada.

Dejé la habitación intentando no meter ruido, como si fuera un albergue y pudiera despertar a algún peregrino. Pregunté en recepción por algún lugar donde desayunar.

 

-         A estas horas pocos sitios hay, pero en la calle paralela hay una churrería que abre muy temprano- Me respondió un recepcionista somnoliento.

 

Hacia allí me dirigí. Todavía estaba oscuro y muy pocos paseantes estaban por las calles, y estos tenían cara de lunes, ojos cansados y pasos rápidos que se dirigían a sus trabajos. Un barrendero ajustaba la manguera para regar la calle. Me acerqué a él le pregunté por el bar. Con gran amabilidad dejó la manguera y me acompañó hasta la esquina, para que no me perdiera.

 

La churrería estaba llena de humo de aceite, y el olor a porras y churros era profundo. Pedí una ración de calentitos y un café con leche. Me senté en una mesa y tranquilamente di cuenta del desayuno.

 

El local tenía movimiento de clientes habituales que conversaban de fútbol con los camareros. Se notaba la complicidad en las bromas futboleras. El local era sencillo y luminoso, pero su mayor valor era el ser un lugar vivo, donde la gente se sentía a gusto, pese al olor.

 

-         Ayer la volvisteis a fastidiar. Este año no ganáis la liga aunque la regalen.- dijo un camarero.

-         Bueno, espera hasta el final que hasta el rabo todo es toro.- Respondió un cliente rechoncho y sonriente.

-         Me suena a palabras de consuelo. Si hubierais ganado dirías otras.

-         Pero si es verdad, vosotros estáis ganando con suerte y por los árbitros. Mi equipo en cambio hace un juego niquelado.

 

Siguieron lanzándose puntadas mientras que yo daba cuenta de unas porras recién hechas que me supieron a gloria. Con pereza volví a cargar la mochila.

 

-         Qué tengas buen camino.- Me dijo el camarero a modo de despedida mientras que sus compañeros de conversación me miraban como a un bicho raro.

-         Gracias, y creo que este año no ganáis la liga.

-         Joder otro forofo del ....

 

La calle estaba medio desierta, hacía fresco pero amenazaba con ser un día caluroso. Recorrí el centro peatonal volviendo a pasar por la plaza Mayor, donde las terrazas vacías con el suelo recién regado ampliaban su belleza. Hermosa ciudad para vivir en equilibrio. Pasé estrechas calles, todavía dormidas, y al final por la plaza de Toros donde me reencontré con la flechas indicadoras.

 

Bajé por una avenida en obras que me llevó a otra plaza moderna, donde salía una carretera con el indicador de Casar de Cáceres. Aquí perdí la indicación, sabía que había camino pero no lo localicé, así que seguí por el asfalto.

 

El tráfico era abundante y el arcén estrecho, cosa que no me gustó demasiado por no sentirme seguro.

 

Estaba amaneciendo un nuevo día. Fueron dos horas y media bastantes incómodas, si  exceptuamos los dos últimos kilómetros, en que pude coger un camino paralelo, después de pasar la circunvalación. En este trecho asistí al amanecer y tuve la compañía de mi sombra reflejada sobre los campos.

 

Estaba descansado y la soledad me acompañaba. Poco antes de llegar a Casar encontré a múltiples señoras que caminaban deprisa mientras hablaban de sus cosas. Yo los llamo caminos del colesterol, porque la mayoría sirven para cumplir la receta de los médicos con aquellos pacientes que tienen cierta edad, como manera de combatir su sedentarismo.

 

Pensé que en sus conversaciones diarias debían “pelar” a todo el mundo, no dejando títere con cabeza. También es cierto que en algo se tienen que entretener en su rutina caminera diaria.

 

La entrada del pueblo se hace por un paseo ajardinado con abundante arbolado. Se veían a los chavales con mochilas dirigiéndose a los últimos días de colegio. Corrían y chillaban, notándose su energía y alegría.

 

Encontré un bar y entré a tomar el cafelito correspondiente. Eran las nueve de la mañana y ya había recorrido doce kilómetros. Pregunté por una tienda donde comprar pan, embutido y fruta. Sabía que hasta el embalse no había ninguna otra población y, que inclusive allí, no sabía si abría alojamiento y comida.

 

Pregunté al camarero si estaba abierto el hostal o el albergue, pero no supo decirme. No me preocupó demasiado, confiaba en mi suerte. Estuve media hora descansando, hasta que supuse que estaban abiertas las tiendas.

 

El paseo ajardinado termina en una calle que dirige hacia el centro del pueblo. Aquí encontré una panadería que descubrí más por el olor a pan recién hecho que por el cartel anunciador, que era pequeño. En una fuente llené la bolsa de agua con unos dos litros de agua, que creía suficiente. Si llego a saberlo lleno los tres litros disponibles, en la Plata el agua nunca está demás aunque esté caliente.

 

Con la despensa bien llena reemprendí la marcha. El sol empezaba a calentar fuerte pero no sería nada para lo que me esperaba.

 

Al final del pueblo pude disfrutar de la hermosa ermita de Santiago, al que me encomendé de pensamiento. No pude visitarla, estaba cerrada (¡Vaya novedad!)

 

A partir de aquí un camino bastante cuidado asciende rápidamente a un llano, por el que caminé durante las siguientes horas. A derecha e izquierda fincas de ganado van apareciendo, todas ellas valladas por muros de piedra y alambre.

 

Pregunté a un trabajador por la distancia y me dijo que unas cuatro horas, que el camino era bueno y que en el tramo final me tocaría asfalto, cosa que ya sabía.

 

-         ¿Sabe si el albergue del embalse está abierto?

-         La verdad es que la última vez que estuve estaba cerrado, pero ahora no lo se.

 

No me alegró mucho la respuesta, pero seguí confiando en mi suerte y que Santiago proveería, de momento era un día luminoso y estaba optimista.

 

Se veían grandes distancias de un paisaje ondulado, había pocos árboles pero las vistas eran hermosas. El campo estaba verde por las lluvias primaverales y las flores daban un punto de color. En este tramo los miliarios de la calzada eran muy abundantes. Estos son los puntos kilométricos de la calzada romana.

 

Me encontraba fuerte y lleno de energías, y sobretodo me agradaba lo que estaba viendo. El cielo tenía un azul intenso, sin una sola nube que tapara el sol radiante que amenazaba con mucho calor, pero que ahora, todavía las diez de la mañana, satisfacía los sentidos.

 

Cuando llevaba dos horas andando en soledad y disfrutando del entorno, aparecieron dos muchachas con mochilas viniendo hacia mi. Eran rubias, jóvenes y coloradas como cangrejos. Claramente se notaba su procedencia del norte de Europa.

 

-         Buen camino.

-         Buen camino. ¿cuándo queda para Casar?.- Preguntó con un fuerte acento alemán la más joven.

-         Un par de horas de buen terreno. No tiene pérdida.¿De donde venís?

-         Del embalse.

-         ¿Está abierto el albergue?

-         Si, y por cierto es muy agradable. Desde Salamanca de los mejores.

-         Gracias, es un alivio saber que hay sitio donde dormir. ¿hasta donde vais?

-         Queremos descubrir y sentir la calzada romana. Somos estudiantes de historia y queremos descubrir los sentimientos de la gente que recorría esta ruta. Además estamos tomando apuntes para un trabajo de campo para la universidad.

 

Arriesgado el recorrido que escogieron para conocer la Vía de la Plata, viendo todas sus indicaciones al revés.

 

Rápidamente nos despedimos, nuestros caminos eran contrarios y supongo que las visiones del mismo serán diferentes, según se vaya o se venga. Muchas veces he pensado esto. Es posible que no reconocería un paisaje si me lo enseñaran al revés. En este, siempre la perspectiva es de sur a norte. Por esto, y por mi curiosidad, muchas veces me gusta darme la vuelta y mirar por donde he venido.

 

Cuántas horas nos pasamos andando con la vista enfocada al frente, seguro que nos perdemos cosas interesante por no andar al revés.

 

Pasé algunas cancelas y bastantes miliarios. Recuerdo una granja de ovejas donde en un cercado habría unos dos centenares de ovejas pastando dispersas. Una de ellas había pasado la valla separadora y no podía volver con sus compañeras. Se la veía asustada y temerosa de mi presencia.  Cuando me acercaba emprendía una carrera alejándose de mi. Esto lo repitió tres o cuatro veces, pese a que la empecé a hablar suavemente.

 

-         Estate quieta que no voy a hacerte daño, solo quiero seguir.

 

No me atendía, y volvía a correr buscando desesperadamente un lugar de paso. Esto duró hasta que en un lugar el vallado estaba más bajo y pudo saltar. Corrió aliviada hasta encontrarse de nuevo con sus amigas.

 

Poco más adelante hay diez o doce miliarios amontonados en una finca particular. Me dio pena que estuvieran abandonados cuando podrían ser expuestos para ayudar a comprender mejor la vía. También encontré algunos formando parte de vallados y edificios. ¡Algún días valoraremos el patrimonio abandonado!

 

El sol empezó a calentar muy fuere y necesitaba una parada donde reposar los pies. Encontré una pequeña subida y un montón de piedras grandes bajo una encina. Sin dudarlo hacia allí fui.  Solté la mochila, liberé los pies y me tumbé a la sombra. Las vistas eran magníficas con una brisa suave y refrescante.

 

Se veía algún águila suspendida en el aire buscando alguna presa. Sus movimientos eran suaves pero tremendamente efectivos, se remontaba poco a poco y sin aparente esfuerzo hasta una altura que se perdía de mi torpe vista.

 

Alguna nube surcaba el cielo azul intenso, dando un toque al paisaje que lo embellecía más.

 

Los pies me trasmitían su felicidad y me comunicaban su sentimiento de resistencia a volver a calzarse los calcetines. Estaba intentando convencerles cuando vi un grupo de ciclistas por el camino.

 

-         Buen camino.- Saludé desde mi atalaya.

-         Buenos días.- Me respondió él que iba en cabeza.- ¡Qué, descansando del esfuerzo!

-         Si, ya lo necesitaba. Vengo desde Cáceres y todavía creo que me queda un tirón.

-         Nosotros también hemos salido de allí, pero nos hemos dado una vuelta antes de salir. Es una ciudad que bien vale una visita.

-         ¿Hasta donde vais?

-         Esperamos llegar a Grimaldo por lo menos, aunque si vamos bien llegaremos a Aldeanueva. Supongo que tu terminarás en el embalse.

-         Eso espero, sí está abierto, y sino seguiré hasta el siguiente, Cañaveral. No me preocupa demasiado si tengo agua suficiente.

-         Me dais grima, vais tan despacio que yo me desesperaría. Me aburriría yendo tan lentamente.

-         Bueno, yo lo hago porque lo importante para mi no es llegar pronto. Si fuera por eso iría en avión. Necesito tiempo para ver y disfrutar de los lugares. También me sirve como terapia de mi vida diaria. Aquí intento parar y conversar con todo el mundo, sin importarme clase social, religión, creencia o país. Todos son dignos de ser escuchados y todos me pueden enseñar algo. Voy con los ojos abiertos al mundo que en las grandes ciudades somos miopes por el egoísmo humano. Perdona no quiero darte una charla.

-         No, pero si me encanta tu sinceridad. Aunque sigo pensando que yo me aburriría, sobretodo yendo solo como tú.

-         Cada persona es un mundo y unas circunstancias. A mi la soledad del camino me ayuda a reencontrarme, a escuchar al corazón y olvidarme de las tensiones de la cabeza. Yo siempre he pensado que la cabeza sufre una limpieza desde la observación de la naturaleza. Que es la que nos muestra la realidad del mundo. Habitualmente vivimos en un habitat ficticio, la realidad está en lo natural y simplemente observándola y escuchando podemos purificarnos entendiendo lo auténticamente importante y arrinconar lo trivial.- Vi al grupo que se habían bajado de la bicicleta y escuchaban atentamente, mientras que reponían líquidos.

 

 Ante aquel grupo escuchándome, quedé sorprendido de hablar tanto. Debía ser el camino en soledad.

 

-         Perdonar por la perorata. Lo único que os cuento es mi pequeña realidad, que no tiene que ser la más verdadera, pero os puedo asegurar que es la que mueve mis intenciones, pensamientos y piernas.

 

Estuvimos un rato charlando y cambiando opiniones del camino. Me di cuenta que se habían saltado lugares imprescindibles, como Alcuéscar, y se fijaban más en los kilómetros que hacían que en observar las maravillas que el camino proporciona. Charlaban de su mundo pero no se detenían a comprender lo que tenían al alcance de sus sentidos.

 

Les interesaba las relaciones entre ellos, no las relaciones ajenas al grupo. Este puede ser uno de los inconvenientes cuando se hace el camino acompañado, que no nos abrimos a los demás y es una extensión de su vida.

 

Terminé de ponerme las botas, pese a la resistencia de los pies, y reemprendí la marcha mientras que los ciclistas marcharon a toda velocidad.

 

El camino continuó en una suave ascensión, y las llanuras se convirtieron en pequeños montes, hasta un punto que inicia un descenso zigzageante hacia la carretera que lleva al embalse. Se llega a la carretera y un sendero con constantes subes y bajas, que me agobió un poco, va paralelo al asfalto. En algunos tramos los matojos y los matorrales cierran el paso y se hace muy pesado caminar.

 

Eran las dos y media de la tarde y el sol golpeaba fuerte, minando mis fuerzas. Sudaba abundantemente y los dos litros iniciales empezaban a escasear.

 

Llegué a un punto que tuve que coger la carretera para atravesar el pantano en el ramal del río Almonte, por un puente con unas vistas fantásticas y muy hermosas. Pensé en el contrasentido de tanta agua y yo tan poca en la bolsa.

 

Nada más atravesar el puente iba achicharrado y noté que tenía que controlar el agua. Me apetecía beber a cada poco rato. A la derecha apareció un pequeño camino de tierra con un arbusto grande que daba una pequeña sombra, y sin dudarlo mis piernas emprendieron una carrera hacia allí, pese a que mi cabeza me decía que debía continuar por la poca agua  de mi mochila.

 

Se impusieron las piernas y la cabeza cedió al frescor.

 

En el borde del camino extendí la esterilla y me tumbé con los pies al aire y levantados, no aguantaban más presión y peso. Hay horas que en estas tierras el sol aprieta de tal manera que se hace obligatorio el descanso.

 

La imagen de la masa de agua llena hasta los bordes, refrescaba y un sopor suave hizo que cayera dormido un buen rato.

 

Sabía que el albergue estaba cerca pero no tenía prisa en llegar. Dos horas estuve parado antes de reemprender los kilómetros finales.

 

Por carretera se hace el recorrido con el pantano como compañero. El tráfico es poco, aunque algunos corren demasiado para las curvas (cuidado en este tramo, como siempre que se va por asfalto). Al rato, se pasa al lado deun apeadero fantasmal de RENFE, sin ningún servicio para el caminante. No vi a nadie en sus proximidades.

 

Un poco más adelante llegué a la presa sobre el Tajo. El poco aire levantaba muchísimas telarañas que volaban y se enganchaban en la cara, situación bastante molesta, teniendo que parar un par de veces para quitármelas de encima.

 

Por fin, emprendí la última subida hasta un cruce con caminos. Él de la derecha marcaba una flecha de continuación y él de la izquierda indicaba el albergue. Aquí mismo había un bar-restaurante que anunciaba comidas y bebidas, al acercarme me di cuenta que estaba cerrado. Una pareja estaba descargando una furgoneta y les pregunté:

 

-         ¿Se puede beber algo?

-         No, está cerrado. El albergue lo tienes bajando por el camino. Esta semana descansamos. Pero si quieres beber ahí puedes hacerlo en la fuente.- Me contestó con un fuerte acento extranjero.

 

Ante la proximidad del descanso y la imposibilidad de tomar una cerveza fresquita continué hacia el agua.

 

Esperaba encontrar una casa pero lo que se me apareció, casi llegando a la orilla, fue una especie de almacén de hormigón bastante feo, por cierto. No tenía puertas ni ventanas, pero una señalización marcaba que era el albergue, así que subí por el lateral una pequeña cuesta. Apareció el frente, totalmente distinto a la parte trasera. Grandes ventanales de cristal  tapados con contraventanas metálicas y enormes.

 

Entré sin pensarlo y apareció la recepción con un joven. Este me sonrió y me dijo:

 

-         Bienvenido. Pareces cansado.

-         Bueno el sol es muy fuerte y la verdad es que la carretera no ayuda. ¿Me puedo quedar?

-         Por supuesto que si, además de momento eres el único.

 

Me explicó que era parte del proyecto Alba Plata que había puesto en marcha la Junta de Extremadura. Que se cobraban 10 euros con sábanas y con derecho a desayuno. En cuanto a la cena se podía encargar por 7 euros más. El albergue más cercano estaba a tres horas, y no me apetecía continuar con aquel calor.

 

El sitio está francamente bien, con un diseño modernista y con capacidad para más de cincuenta personas. Todo era amplitud y luz, tanto que le pregunté si había muchas ocasiones que se llenara. Me dijo que él sólo lo había visto lleno una vez y por que había llegado una excursión en autocar. Lo normal en temporada alta, marzo, abril y mayo, es que hubiera ocho o diez, la mayoría ciclistas. A partir de ahí solía haber uno o dos, el verano era mala época en la Plata.

 

Me duché tranquilamente y me bajé a las orillas del pantano. Me senté debajo de unos enormes pinos. Era muy agradable ver la orilla. Sólo se oía el murmullo del viento y los cantos de los pájaros. Me sentía relajado, no tenía prisas, estaba lleno del entorno de paz. Intenté percibir y retener las pequeñas cosas, los detalles, que se me ofrecían. Las piedras, los árboles, el agua, el cielo, ...

 

¡Que maravillas! Cuanta energía y belleza se guardaba detrás de cada una de ellas y que conjunto más equilibrado y armónico. Nada desentonaba y todo se relacionaba con lo demás. Que pocas veces nos paramos a observar la naturaleza. Las prisas son nuestras consejeras en la ciudades, y le damos la espalda a lo principal. Vivimos en mundos artificiales y pasamos de aquello que es la base de nuestra vida.

 

Volví a las dos horas al albergue y allí estaba todavía el hospitalero. Me informó que había llegado un madrileño y que esa noche no iba a estar solo. Supuse que era David. Se había instalado en otra habitación para tener más independencia.

 

Sobre las ocho llegó la cena. La trajo el extranjero del hostal. Ensalada, chiles con carne (bastante picante, ¡uh que sudores!), fruta y vino. Fue más apetitosa por el hambre que por el sabor, aunque lo puedo considerar como suficiente. Mano a mano dimos cuenta de las vituallas. David era ingeniero aeronáutico y se había lanzado al camino para hacer un paréntesis en su vida. No se sentía demasiado feliz con su vida y necesitaba la distancia para analizarla.

 

Terminamos la velada sentados fuera observando el atardecer. El cielo fue oscureciéndose poco a poco. Los tonos rojizos fascinaban a los ojos cansados por el ejercicio. En silencio nos absorbimos en nuestros pensamientos, las palabras sobraban. Sólo la naturaleza comunicaba su belleza y los dos nos deleitamos con los matices desbordantes de plenitud y fuerza. Se presentó un espectáculo de luces cálidas fascinantes.

 

Las estrellas fueron apareciendo poco a poco hasta que se lleno el cielo de puntos brillantes.

 

Pudimos oír a los grillos mientras este espectáculo se producía. Pocas veces he podido percibir un atardecer con tal sentimiento de paz y tranquilidad. Me apenó no tener la ocasión de disfrutar de esta representación más frecuentemente.

 

La vida urbanita nos niega las ocasiones de saborear el fin del día y comienzo de la noche.

 

Allí permanecimos hasta la madrugada hablando de nuestras interioridades y escuchando las del otro.

 

Cuando el sueño nos vencía pasamos al albergue para soñar con la maravilla que acabábamos de ver. Me sentía parte del Camino y agradecí la oportunidad de disfrutarlo.

  

Alcuescar - Cáceres

Alcuescar - Cáceres

 

Día  2 Alcuéscar – Cáceres.

 

Habíamos pactado levantarnos a las seis y media, el hospitalero tenía que levantarse para abrirnos. Para mi era muy temprano, pero como nuestros compañeros vascos querían salir temprano, ajustamos nuestros horarios.

 

Estos amigos habían empezado en Sevilla. Les gustaba salir a las cinco de la mañana para evitar el calor. Salían con linternas intentando descubrir las flechas. Ambos eran jubilados. Crispín, el mayor, es un atleta, había realizado varias maratones, la última hacía dos años, ahora tenía setenta y cinco años. Cuando le conocí tenía problemas en la espalda, una lumbalgia, pero tenía tanta ilusión por llegar a Santiago que pese al dolor seguía  caminando, y puedo jurar que a un ritmo que era difícil de seguir. Era repetidor de la Plata y le gustaba parar en los sitios conocidos.

 

El otro, José Manuel, tendría unos sesenta y tres años y también andaba muy fuerte. Había empezado a caminar tres horas diarias desde que le jubilaran, hacía dos años. El año pasado había hecho el Francés y le había gustado tanto que no dudo en hacer la Plata con su amigo.

 

Ambos tenían fuertes creencias religiosas. Todos los días rezaban el rosario y recitaban la bendición del peregrino mientras caminaban.

 

Les conocí en el albergue de Mérida y se quejaban de las soledades. Estaban acostumbrados a tener compañeros de andanzas en los albergues y aquí tuvieron que aguantar muchos días de soledades. Creían que este camino no debía hacerse sólo y me lo reprendieron muchas veces, e intentaron en muchas ocasiones que fuera con ellos a su ritmo. A mi me apetecía la soledad y no creo que sea tan peligroso, si se tienen los cuidados adecuados y no se hacen locuras.

 

Ellos fueron los primeros que vi en Mérida y los acompañé hasta Astorga, donde nuestros caminos se separaron, pero quedaron en mi recuerdo para siempre.

 

Juntos bajamos a la puerta, donde el hospitalero, Josemari nos esperaba con una sonrisa y una manzana. ¡Qué gran pareja y que maravillosa entrega! Rezumaban cariño hacia los peregrinos, vivían pensando en ellos. En invierno haciendo cruces y cuadros de madera para los albergues.

Se notaba el amor que se tenían y la mano femenina de Nekane, que reprendía con ternura a Josemari. Difíciles de olvidar estos maravillosos hospitaleros que nos mimaron durante unas horas, haciendo un hogar de un albergue ya de por si cálido, donde el amor se palpe en cada uno de sus rincones.

 

Salimos juntos los vascos y yo, no se veía nada, y las flechas costaba distinguirlas, pero pese a ello ibamos deprisa. Estuve en varias ocasiones a punto de darme un mamporro contra el suelo, no veía las raíces y las piedras que salpicaban el suelo.

 

La parte buena fue que ese día pude vivir un maravilloso amanecer. El cielo fue cambiando de color poco a poco. Fue desde el negro hasta u azul clarito de forma suave mientras que oíamos los pájaros empezar a revolotear buscando su comida.

 

Se vio como el sol se abría paso entre las tinieblas lentamente. Primero un resplandor y al final un sol rojizo y enorme se recortó sobre el horizonte.

 

Hasta Casar de San Antonio pasamos por unas hermosas dehesas de ganado vacuno. Preciosos encinares servían de cobijo a estos fabulosos animales que nos miraban al pasar intentando descubrir nuestras intenciones. Muy bella postal de Extremadura. Mis compañeros tenían obsesión por llegar pronto, no les gustaba saborear el entorno. Eran como atletas en una competición. De buena gana me hubiera parado un rato a saborear el aire.

 

En Casar pasamos por el puente romano sobre el río. No me quedó más remedio que pensar en cuantas legiones transitarían entre las piedras que pisábamos. ¿cómo serían vistos por los habitantes de estos pueblos?

 

Pensé que quizás estarían mal vistos como aquellos conquistadores que utilizan la fuerza para imponer su voluntad. El paisaje sería más agreste y con más bosques de encinas y alcornoques. Los animales abundarían y la caza sería una necesidad para subsistir. 

 

No entramos en el pueblo y en vez de seguir el camino decidieron ir por la carretera. No entendía ese afán por llegar y no saber parar a disfrutar. El arcén para mi era muy duro e incómodo pese a que no pasaron muchos coches, era domingo.

 

Aquí no me atreví a revelarme y me adapté a los gustos de mis compañeros, aunque me reventara seguir por la N-630. Sobretodo porque había recorrido donde evitarlo.

 

Ante mis compañeros silenciosos, mi cabeza empezó a volar libremente por los recuerdos de anteriores caminos. Recordé mis andanzas por el aragonés y la gente que conocí, ya hace seis años. ¡Qué amistad más fuerte en tan pocos días! No he vuelto a saber nada de ellos pero les sigo considerando amigos.

 

En el camino pasa con frecuencia que vives momentos muy intensos con personas que luego no vuelves a ver. Normalmente es la distancia y la dejadez. La amistad es un pequeño animal que nace dentro de nosotros y que requiere ser alimentado para que perdure. Normalmente somos muy vagos para mantener el vínculo. Somos presas del momento y nos cuesta dedicar el tiempo necesario a quienes no están en el presente. Para mi revivir los momentos felices me levanta la moral y me hace muy feliz. Seré un romántico.

 

El paisaje se abrió de árboles y el sol fue calentando con fuerza, poco a poco pero sin parón. Era un paisaje más civilizado donde los cereales y viñedos se abrían paso.

 

Sobre las nueve y media llegamos a Aldea del Cano. Pasamos una gasolinera y poco después un cruce donde un bar de carretera nos recibió. Estaba cerrado y preguntamos a una señora de una casa cercana.

 

-         Abrimos en diez minutos, los domingos lo hacemos más tarde, no suele haber clientela. Esperar un momento si queréis desayunar.

 

Así lo hicimos, soltamos prestos las mochilas y nos sentamos en la escalera de subida al bar.

 

Ya necesitaba una parada. Según mis cálculos habíamos hecho dieciséis kilómetros en tres horas. Para mi demasiado deprisa, pero bueno hay días para todo y hoy tocaba esto.

 

Efectivamente abrió al poco rato y pudimos tomar un café con tostadas y un excelente chorretón de aceite. Crispín y yo dimos buena cuenta de la comida pero José Manuel prefería no tomar nada, decía que luego sentía pesadez de estómago. A José Manuel le molestaba especialmente las paradas. Decía que se quedaba frío y luego le costaba arrancar, doliéndole las rodillas. Yo prefiero parar cuando se pueda para capturar el espíritu del lugar. Para mi el camino representa descubrimiento de paisajes, lugares y personas. Esto requiere tiempo de observación y pocas prisas por llegar, da igual que al albergue se llegue a las dos o a las seis, lo importante es empaparse con los aromas, colores y sabores de lo que nos rodea. Me hace gracia ver a peregrinos aburridos en pueblos pequeños

 

 

Hoy no me importó acelerar pues sabía que mi destino era una ciudad con suficiente historia y belleza como para dedicarla toda una tarde. Se que es poco para conocer Cáceres pero seguro que volveré a visitarla con más profundidad en otra ocasión.

 

Mis amigos no querían llegar a ellas, les preocupaba más tener albergue, y se quedarían en Valdesalor, me parecía un desperdicio pero cada uno hace el camino a su manera.

 

Con el estómago satisfecho volvimos a caminar enfocando los pasos a la carretera. Ya más contentos mis compañeros soltaron la lengua y hablaron de sus familias e inquietudes. Es curioso como en la ruta se desatan los pensamientos y las palabras. Es más fácil comentar nuestros anhelos e inquietudes con extraños durante el esfuerzo. Quizás sea una reacción ante gente que comparte esfuerzo y sufrimiento.

 

Me contaron cosas de sus familias, con especial ahínco y alegría cuando hablaban de sus nietos, y de los que fueran sus trabajos. Estos les producían añoranza, había sido su vida durante muchos años y, ya jubilados, los echaban de menos. Se les veían los ojos iluminados cuando recordaban los momentos de esfuerzo y se sentían orgullosos hablando de lo importante de su empresa.

 

A mi me pasa lo contrario, prefiero olvidar el trabajo, quizás sea por que me quedan muchos años de seguir activo, o porque su trabajo era con las manos y el mío no.

 

Pasamos cerca de un aeródromo y pudimos observar algunas avionetas en su vuelo.

 

El calor seguía aumentando y las sombras brillaban por su ausencia. El ritmo seguía vivo.

 

Cuando no quería escucharles me retrasaba unos metros y así me aislaba. Pasamos cerca de un castillo convertido a negocio hotelero. Piedras con historia que se utilizan para lucrar las arcas de unos pocos, no me gusta que el patrimonio artístico-histórico sirva para enriquecer las bolsas de particulares. Creo en restaurarlos y hacerlos propiedad de todos.

 

Sobre las doce y media llegamos a Valdesalor. Un pueblo nuevo, creado durante los planes de desarrollo de los años sesenta. Como referencia, para los que seáis de Madrid, pensar en la Ciudad Pegaso. Su estructura y el tipo de casa era artificial. Sus calles paralelas y uniformes. En definitiva, un pueblo feo al lado de una carretera. Los problemas de población son los mismo que aquellos mayores. Cubrió una necesidad en un momento y ahora los motivos que le crearon han desaparecido, dejando una mole en la solana.

 

El centro del pueblo está presidido por una gran plaza abierta por el frente a la carretera nacional. En esta se encuentra el ayuntamiento, la Iglesia y el ambulatorio. El resto, son calles simétricas con sus casas pintadas de blanco. Parecían pabellones de cuarteles.

 

Entramos en un barecito que lo estaban limpiando y no pudimos tomar ni una cerveza. Mis compañeros se quedaban definitivamente aquí y se dirigieron a buscar la llave a casa de la encargada. Yo aproveché para descansar en la única sombra disponible, la parada del autobús.

 

Me descalcé y los masajeé en profundidad, el asfalto los había calentado demasiado y me daba miedo que me fueran a salir ampollas.

 

¡Qué placer cuando te quitas las botas y los calcetines después de una marcha! ¡Qué alivio y gusto!

 

Al poco oí:

 

-         Buen Camino peregrino.- Era Daniel que venía por el camino, también sediento.- ¿Qué haces ahí?

 

-         Descansando mientras vienen los vascos. Tengo los pies refritos. Hemos venido por la carretera y creo que nos hemos equivocado. ¿Qué tal por el camino?

 

-         Mucho calor también, aunque reconozco que menos que por el asfalto. En la pista de aterrizaje he perdido la ruta durante un rato. Menos mal que un obrero me ha dado la dirección correcta.

 

Se sentó conmigo mientras que volvían los compañeros.

 

-         A mi quitarme las botas no me gusta. Se me hinchan los pies y luego me duelen cuando vuelvo a encerrarlos.

 

-         Eso creía yo en mis primeros Caminos pero he descubierto, que mis pies bien aireados y con calcetines secos descansan más. Inclusive, cuando puedo, si los baños en agua fría un rato, dejándolos secar bien al aire me responden como si empezara de nuevo. De todas formas he aprendido que cada persona es un mundo en esto de los pies.

 

En estas llegaron nuestros amigos con la llave que les daba acceso al pequeño albergue. Me comentaron que un poco más adelante había una gasolinera con un restaurante abierto. Ellos se iban a duchar y luego tomarían allí el aperitivo.

 

Me calcé y nos despedimos, no sabíamos si el camino nos volvería a juntar. Pese al poco tiempo, me entristeció perder de vista a dos de los pocos peregrinos de la plata.

 

David y yo marchamos por un camino polvoriento de tierra durante un kilómetro, hasta el restaurante Oasis.

 

Era la una aproximadamente y necesitábamos comer algo y descansar un rato, la parada en Valdesalor había sido muy corta.

 

Un pincho de tortilla con poco huevo y muy reseca junto con una botella de agua grande nos sirvió para descansar durante media hora.

 

El nombre era muy adecuado, el sol calentaba y el paisaje era árido. Desde aquí se podía ver la carretera ascendiendo, y dedujimos, sin equivocarnos, que el camino iría paralelo a él.

 

Salí un poco antes que David, enseguida se cruza la nacional por un paso elevado y se entra en un camino ascendente hasta el Puerto de las Camellas. El calor era fuerte y una especie de calima nublaba el paisaje. Tuve que recurrir a mojar el pañuelo y colocármelo en la nuca. La subida se hacía pesada en el final de la etapa aunque pese a todo estaba contento. Llevaba dos días y estaba disfrutando de Extremadura en estado puro.

 

Esta elevación se va cerrando en una pequeña vaguada y se cruza de nuevo la carretera para subir por una pequeña torrentera. De vez en cuando miraba para atrás disfrutando del horizonte que había pasado en la mañana. Era hermoso el panorama todavía verde de una primavera tardía. La subida se hace un poco agobiante hacia el final, más por el calor que por la ascensión.

 

David con sus piernas largas me alcanzó y superó con facilidad. No me apetecía conversación. Quería escuchar el sonido de mis pensamientos y del entorno que me rodeaba. A él le debía pasar lo mismo pues no bajo el ritmo de su paso largo. En el alto unas instalaciones militares dieron paso a la visión de Cáceres. La entrada a la ciudad se hace de forma cómoda a diferencia de otras ciudades.

 

Un kilómetro antes de llegar a las calles alcancé a David, que había hecho una pequeña parada.

 

-         ¿Dónde vas a dormir hoy?.- Me preguntó.

-         No se, seguramente en algún hostal del centro. Creo que no hay albergue.

-         A mi me vienen a buscar unos amigos y dormiré en su casa. Si quieres vente y seguro que tienen algún lugar donde puedas dormir, son gente muy agradable.

-         Gracias pero prefiero ir a mi aire. Me gustaría visitar la ciudad tranquilamente y no tener que estar pendiente de nadie. Estoy haciendo el camino para encontrar mis sentimiento y descubrir lugares. No me apetece depender de nadie. Pero de todas formas muchísimas gracias.

 

Cuando llegamos a las primeras calles llamó por teléfono y quedaron junto a la nacional. Se quedó esperando y yo continué hacia el centro. Pasé junto a un hospital y un juzgado en una bajada larga, hasta que se presentó ante mí la subida al centro de la ciudad.

 

Me hospedé en un pequeño hotel junto a la figura realista de una repartidora de periódicos. Curiosa imagen con fuerte carga romántica.

 

Subí a la habitación y descargué los bártulos. Eran las cuatro y media de la tarde y se hizo inevitable la siesta reparadora. También realicé la primera colada con el jabón de olor del hotel, mañana olería la ropa a jabón de la Toja.

 

Me quedé dormido pensando en el camino ya hecho. Según mis cálculos unos setenta y tres kilómetros en dos días y no estaba especialmente cansado. Había habido variedad en tan poco tiempo. Historia romana en Mérida, encuentro con la naturaleza en el cordel del Gato, sentido de la hospitalidad en el albergue de Alcuéscar, concierto de música en una iglesia visigoda, primeras vacadas de bravos, compañeros de camino, y sobre todo,  contacto con una naturaleza dura y bella que llenaba de paz mi interior.

 

A las seis me desperté y me preparé para una visita de la ciudad. Recorrí su casco antiguo con tranquilidad, como un turista más. Llegué a la plaza grande y esplendorosa donde destacaban sus soportales llenos de terrazas y la muralla que daba acceso a la parte más antigua. Recorrí sus calles peatonales acompañado del rumor que producían las cigüeñas, muy abundantes en todos sus campanarios y torres. Tuve la suerte de topar con el centro de interpretación, y por medio de una película en tres dimensiones me contaron y mostraron la historia de la ciudad.

 

El protagonista era un simpático dragón volador que recorría las calles contando la historia de cada uno de los edificios.

 

De aquí, me dirigí a la Iglesia de Santiago, fuera de la zona amurallada. Estaba cerrada pero paré un rato sentado en un banco observando la vida que se movía con fuerza.

 

Más tarde, pregunté por la Plaza de Toros, era la salida para mañana. Entablé conversación con un caballero que se identificó como peregrino y me adelantó el recorrido de los próximos días. Se le notaba el entusiasmo de poder hablar del Camino que había hecho en varias ocasiones.

 

Una vez identificada la salida de mañana, volví a la plaza Mayor donde me senté a tomar una cerveza en una de las terrazas. Disfruté del paseo tranquilo de las familias un domingo por la tarde.

 

La paz llenaba mi corazón sintiéndome un observador de todas las cosas que sucedían a mi alrededor. Terminé la tarde con una opípara cena con migas y cordero asado, acompañado de un fuerte vino.

 

A las once ya me encontraba en la habitación dispuesto a descansar lo máximo posible, mañana me esperaban treinta kilómetros y nuevos paisajes y sentimientos.

 

Estaba en paz conmigo mismo y con el mundo.



Mérida - Alcuescar

Mérida - Alcuescar

Día  1 Mérida – Alcuéscar

  ¡Qué mal dormí! Al principio el calor y los nervios de la primera noche. Luego el chirrido de la puerta y la luz del recibidor cuando las peregrinas volvieron de una noche loca en Mérida. Más tarde los plásticos de los vascos madrugadores. Y por último algún que otro despertador.

  Decidí levantarme, intentando no hacer ruido. Saque todos mis bártulos de la habitación y me fui a la recepción. Eran las seis y media y estaba empezando a amanecer. Con la luz de las máquinas de café y bebidas me ajusté las botas por primera vez en el camino. Estaba impaciente y temeroso por comenzar. Era un camino nuevo que todo el mundo comentaba lo duro que resultaba. Hablaban de calor y soledades. Esto creaba un gusanillo en el estómago.  

Para desayunar cogí un café de la máquina y un buen trago de agua. Cuando estaba en estas salió de la habitación un peregrino que no había visto ayer.

 

-         Buenos días ¿Qué hora es?

 

-         Buenos días- Respondí intentando bajar al máximo la voz.- Son las siete. No te vi ayer. ¿De donde eres?

 

-         Claro, empiezo hoy. Llegué ayer a las once y media en el autobús que viene de Madrid. Perdona si ayer os molesté.

 

-         No te preocupes hubieron otros que metieron más ruido. Yo también soy de Madrid, y también vine ayer, pero en el autobús que salió a las 3 de la tarde.

 

Esta conversación se produjo mientras cargaba la mochila. ¡Puff! Aguantaré este castigo durante las próximas tres semanas.

 

-         Bueno, que tengas buen camino, seguro que luego no vemos.

 

-         Seguro. ¡Buen camino!.

 

Las luces de las farolas iluminaban las calles, aunque en el cielo se podía empezar a distinguir el azul mañanero entre nubes algodonosas. Preciosa postal del acueducto de los Milagros con un fondo celeste único del amanecer de estas tierras extremeñas. Era una mañana fresca y la vista del acueducto desde el parquecito un placer para los sentidos.

 

Tuve que dar una vuelta por las obras, en la salida de Mérida, no me gustó demasiado porque me encontré en algún momento perdido. No iba mal la cosa, no llevaba más de 1 kilómetro y ya había tenido que improvisar el recorrido. Pese a esta pérdida iba bien.

 

Enseguida cogí la carreterita secundaria que lleva a la presa de Proserpina. Sin ningún tráfico fui avanzando por el arcén observando los primeros prados y campos extremeños. En poco más de una hora llegué a las primeras casas de las urbanizaciones de Proserpina. Allí me recibieron unos perros ladrando con fiereza, menos mal que estaban tras unas vallas metálicas protectoras de mi integridad. Todos los chiringitos estaban cerrados y no fue posible parar a tomar un mísero café.

 

El reflejo de la luz solar sobre las aguas del pantano hacia un cuadro atrayente y seductor. Por la carretera secundaria seguí avanzando sin apenas cruzarme con vehículos, creo que fueron 2 en los más de ocho kilómetros.

 

Pasada la presa se continúa todavía tres kilómetros por asfalto, pero cada vez la civilización aparece más lejana y la naturaleza más fuerte. En todo el recorrido no faltan las flechas amarillas compañeras de viaje y andadura. Estas me llevarán hasta mi destino, Oviedo. Esta vez no quiero ir a ver al siervo, Santiago, sino al Señor, El Salvador.

 

Por fin una flecha me cambia de dirección y me introduce en un camino lleno de regatos de agua. Me pone feliz dejar el asfalto. Allí mismo aparece un cubo de piedra con azulejos laterales de colores y moldeado en lo alto la representación del Arco de Caparra atravesado por una línea amarilla. Me acerque a estudiar la representación y llegue a la conclusión que debía llevar la dirección de la línea amarilla. El significado de los azulejos no lo descubrí hasta varios días después. Curiosa y original señalización que tiene Extremadura que hace falta hacer un cursillo para interpretarlos, aunque reconozco que la estética no me desagrada aunque sea tan moderna y simbólica.

 

Pensando en estos cubos vi a un buen hombre con su gorro para el sol y su cayado. Estaba sentado en unas piedras a la sombra de una encina. Llevaba un cigarrillo de liar entre los labios. Cuando estuve a su altura me dijo:

-         Buenos días Peregrino. ¿Qué deprisa vas, si hoy no llegaras a Santiago?

 

-         Buenos días. Y tampoco llegaré mañana. Menos mal que ha acabado la carretera, me ha amargado un poco. Siempre prefiero los caminos de tierra, son mucho más frescos. Tampoco el paisaje de la urbanización me resulta muy agradable, aunque es maravilloso que una presa realizada en tiempo de los romanos siga en pie.

 

-         La verdad es que tienes razón. Piensa cuantos de nuestros edificios y carreteras se mantendrán en pie dentro dos mil años. Apostaría que ni la mitad de las que poseemos actualmente de tiempos romanos. Se construía de otra forma, los materiales eran diferentes y todo se hacía para perdurar en el tiempo. Hoy en día solo importa el momento.

 

-         Tiene razón vivimos en unos años de prisas y todo cuando se hace ya se piensa cuando debe caducar. Son los tiempos modernos. ¿Qué tal se vive por aquí?

 

-         Pues yo que ya estoy jubilado tranquilo aunque es una tierra dura y extremadamente bella cuando se le coge el truquillo. Hay que saber mirar y no solo ver. La naturaleza nos da siempre cosas bellas, pero no siempre sabemos distinguirlas. Parar y disfrutar de lo que nos pone delante proporciona grandes felicidades.

 

Me senté un rato a charlar con este filósofo extremeño. La edad da una perspectiva que muchas veces desaprovechamos por las prisas. Perdemos cantidad de cosas por no pararnos a disfrutar de lo que tenemos a mano.

 

Este buen hombre vivía en Carrascalejo y disfrutaba paseando por el campo antes que el sol calentara demasiado.

 

Diez minutos más tarde reemprendí el camino pensando en las palabras sabias de este hombre clarividente de la realidad.

 

Cuando terminé la cuesta una finca con ganado porcino de pata negra me enseñó esos bellos animales en su ambiente, rebozadicos en el barro. No pude dejar de pensar que en un año o poco más se convertirían en un manjar sublime.

Continué los dos kilómetros que me separaban del Carrascalejo observando las encinas. Ya en el pequeño pueblo no encontré a nadie hasta la salida. El pueblo era blanco y luminoso. Pasé por la puerta de la iglesia de la Consolación en la que destaca su torre. Estaba cerrada y no pude hacer la visita de rigor, esto es una constante en los caminos, las iglesias suelen estar cerradas excepto en las horas de oficios. Comprendo que los robos y ultrajes sean un gran problema para el patrimonio de las iglesias, pero creo que como casa de Dios deberían estar abiertas más horas para que sus hijos pudieran acudir cuando lo necesitaran.

 Otra vez por un camino paralelo a la N-630 se llega en poco rato a Aljucén. Aquí llegué a las once de la mañana y mi estómago reclamaba algo sólido, también mis piernas chillaban por un descanso. 

Encontré un bar enfrente de la iglesia renacentista de San Andrés. Era el único cliente y pedí un café, una tostada con aceite y un bocadillo de jamón para llevar.

 

Estando sentado desayunando, llegó David y un ciclista peregrino que venía desde Cádiz.

 

-         Mucha carretera tiene esta salida de Mérida. No me gusta nada pisar el asfalto. – dijo David mientras soltaba la mochila y pedía otra tostada.

 

-         Pues en la Plata hay demasiado recorrido por asfalto. No tanto en Extremadura como cuando se pasa de Salamanca. – Anunció el ciclista, era su cuarto camino por la Plata.- Este es un camino en muchos tramos sólo está pensado para ciclistas. Tanto por las distancias como por el asfalto.

 

Media hora estuvimos sentados descansando. El primero en salir fue el ciclista, que ya no volveríamos a ver.

 

Tranquilamente salí del pueblo solo, David quería terminar un segundo refresco. La salida se realiza por carretera durante dos kilómetros. Eran las doce de la mañana y el sol empezaba a calentar lo suyo. No me preocupé demasiado, llevaba las energías casi intactas y media bolsa de agua que consideré suficiente para llegar sin problemas hasta destino. ¡Qué ignorante era con la Plata en ese momento! 20 kilómetros al medio día y con solo litro y medio de agua.

 

Llegué hasta la gasolinera y las flechas me llevaron a un camino a la derecha. Iba con la cabeza puesta en mis recuerdos y de vez en cuando me detenía a contemplar la belleza de las encinas y de los primeros alcornoques. El campo estaba verde y lleno de flores que exultaban vida por todos lados. Múltiples cancelas tuve que abrir y cerrar.

 

El sol calentaba con fuerza y tuve que parar para echarme crema protectora, acababa de comenzar el camino y no era situación de achicharrarme el primer día.

 

En algún punto vi una señalización diferente, sobre unos palos de madera. Era la que correspondía con el Cordel de Gato. Esto parece una autopista, hay tres tipos de señales, las flechas amarillas, los cubos de la Junta de Extremadura y esta de corto recorrido. Todo un lujo para un camino que yo creía poco señalizado.

 

Cuando llevaba unas dos horas caminando desde Aljucén decidí parar a comerme el bocata y descansar un rato largo. El sol calentaba y necesitaba reposo. Encontré una buena sombra junto a una encina medio caída y para allá que fui. Apenas me desvié 15 metros del camino y le podía ver perfectamente.

 

Desenrollé la esterilla sobre la hierba y medio tumbado di cuenta del bocata. Estando en estas pasó David que quería parar más adelante. Pensé que él también valoraba la soledad para poder saborear estos bosques de encinas tan genuinamente mediterráneos.

 

Pensando en esto me fui recostando sobre la mochila y cayendo en una somnolencia maravillosa. La temperatura era ideal a la sombra y los pies me proporcionaban el placer de tenerlos liberados sobre la fresca hierba. Morfeo me agarró entre sus fuertes brazos y yo me dejé llevar a través del mundo de los sueños.

 

Me desperté a las cuatro de la tarde, estaba relajado y alejado de mi realidad diaria. Sólo habían pasado veinticuatro horas desde que cogí el autobús y lo veía distante en el tiempo. Me gustó la sensación y no quise reavivarla. Quería sólo sentir y conocer el momento, disfrutando de las cosas que me pudiera proporcionar el viaje.

 

Con cierta pereza empaqueté la esterilla y me puse las botas. No sin antes haber protestado los pies por volver a su cárcel. La verdad es que solo lo hicieron un instante, por que mi mente se centró en la belleza del encinar y olvidó todo lo demás.

 

El sol apretaba así que volví a embadurnarme de crema y me coloqué la bandana mojada al cuello, para evitar la insolación.

 

Vi que se acercaba un ciclista y me aparté del camino para dejarle el paso franco y cuando llegó a mi altura le dije el típico “buen camino” y ni siquiera me contestó o por lo menos yo no lo oí. No me molestó, pensé que gente mal educada hay en todos los sitios. También se me ocurrió pensar que a lo mejor se creía más poderoso por ir en un biciclo. Pero poco después, le vi pararse ante un cartel. Le alcancé y volví a decirle:

 

-         Buen camino

 

-         Buen camino.- Esta vez si que contestó- ¿Sabes por donde va el camino?

 

-         Pues depende a donde vayas. El mío continua por la derecha siguiendo la flechas amarillas. ¿Ves aquella sobre la valla?

 

-         Yo estoy siguiendo el Cordel del Gato.

 

-         Entonces no tienes que seguir las flechas y si las señales de corto recorrido.- Miré alrededor y en un camino que salía a la izquierda había una estaca con la señal. – Mira allí tienes una.

 

-         Gracias. ¿Estás haciendo el Camino de Santiago?

 

-         Bueno, estoy haciendo mi camino y en este momento coincide con el de Santiago. Mi destino está en Oviedo.

 

Me miró con cara rara y no pudo decir por menos:

 

-         ¡Pero eso está muy lejos! ¿cuántos días vas a tardar?

 

-         Bueno, como máximo tres semanas, pero no pienso en ello. Solo intento concentrarme en cada día. No te parezca tan admirable, durante siglos los hombres se han trasladado por la Vía de la Plata y lo hacían caminando. Piensa que la forma mejor de conocer las cosas es con calma, saboreando los momentos. En estos tiempos solo nos preocupa llegar deprisa y no nos detenemos en los detalles.

 

-         ¡Cuánto me gustaría hacerlo!- Ahora ya me miraba con mayor simpatía y hasta con un poquito de admiración.-

 

-         Tengo que continuar, que aquí al sol nos vamos a torrar. Buen camino.

 

-         Buen camino.- Me contestó alto y claro.

 

Sin más torcí por unas rodadas del camino de la derecha, mientras que él emprendía su ruta. Muchas veces las incomprensiones se solucionan con una pequeña charla.

 

Seguí disfrutando el paisaje y padeciendo el calor. Pero feliz por encontrarme por estos parajes que al poco se abrieron de árboles con dos praderas amplias y extensas. Pensé que tal vez fueran fruto de algún incendio del pasado. El tiempo para volver a crecer las encinas y los alcornoques debe ser grandísimo.

 

Palpé la bolsa del agua, a través de la mochila, y moté que estaba en las últimas y según mis cálculos todavía me quedaban siete kilómetros, por lo menos. Me agobié un poco.

 

Las praderas se acaban comenzando una zona de subida con arbolado. En una de las curvas apareció una cruz de piedra dedicada a un niño muerto. Una oración acudió a mi boca ya reseca. Pensé en parar un poco, pero ante la ausencia de líquido preferí continuar la ascensión.

 

Al poco aparecieron algunas casas de campo, todas ellas sin gente, y un poco después llegué al alto donde ya es distinguible el pueblo de Alcuéscar. El camino mejora notablemente y mi cabeza se alegró por la proximidad del descanso.

 

Aunque parece cerca todavía quedan más de tres kilómetros. A mitad de este trecho vi a la derecha una finca con un hombre con mono regando su huerta, no me lo pensé dos veces.

 

-         Buenas tardes.- Grité desde el camino.

 

-         Buenas tardes y muy calurosa para andar.- Respondió

 

-         Efectivamente el sol aprieta con ganas. ¿No tendrá un poco de agua?

 

-         Si, pasa la cancela y ve junto al chamizo.- Mientras que se acercaba a la pequeña caseta.

 

Abrí la cancela y avance hasta donde me dijo. Al llegar solté la mochila a la sombra mientras que él elevaba la cuerda de un pozo, donde sacó una botella puesta a refrescar.

 

Sin pensármelo dos veces le di un tiento que casi la dejo terciada.

 

-         Bebe despacio que te va a sentar mal. –Me dijo con voz de padre aconsejando a su hijo.

 

-         Iba seco. Al sol se nota la calorina de las horas caminadas.

 

Nos sentamos en un banco de madera desvencijado. El buen hombre se quitó el sombrero de paja mientras que con un pañuelo de tela arrugado se secaba la frente. Le ofrecí la botella y me dijo:

 

-         No termínatela, yo tengo más refrescándose.

 

-         Gracias, ya lo necesitaba. Me han engañado las distancias desde Aljucén.

 

-         En esta tierra hay que proveerse de agua por que las distancias son muy largas, y aunque parezca que a la sombra no hace mucho calor, cuando te da el sol toda es poca.

 

Estuvimos veinte minutos charlando de lo que cultivaba y me dijo que lo hacía más por que era lo que había hecho toda su vida que por el fruto. Estaba retirado y vivía en Mérida con su hija, pero todas los días venía a dar una vuelta y regar.

 

-         Esos tomates y lechugas si que tienen sabor, no los que estáis acostumbrados a tomar en las ciudades.

 

Sin más se fue directo hacia una tomatera, cortó dos tomates maduros y un poco deformes.

 

-         Toma para que sepas el buen sabor que tienen.- Me los ofreció con sus manos fuertes, duras y ásperas por muchos años de trabajo.

 

-         Muchas gracias, seguro que son fantásticos.

 

Simpático campesino que me acogió dándome lo que necesitaba, agua y agradable charla. No se que me pasa, pero siempre en el camino Santi me proporciona regalos cuando lo necesito.

 

Tras despedirme continué mi camino. Un kilómetro más adelante vi que las flechas se dirigían hacia el centro del pueblo pero un caminito a la izquierda iba hacia la carretera y que al final de esta se veía un edificio con una especie de torre, supuse que era el albergue que buscaba. Sin dudarlo, hacia él me dirigí. Efectivamente en un cuarto de hora me encontraba entrando en el mismo.

 

Entré por la puerta principal compuesta de tres arcos de ladrillo que dan paso a una especie de plaza presidida por un cruceiro con una cruz. Me dirigí hacia el edificio principal. Allí estaban sentadas varias personas que sin que llegara a preguntarles me dirigieron hacia la puerta.

 

La puerta da paso a un patio con sabor andaluz.

 

-         Buenas tardes peregrino. Sube por la escalera de la derecha que el albergue está en la tercera planta.- Me dijo un hermano vestido con sotana.

 

El patio estaba rodeado de pasillos amplios llenos de puertas. Subí las escaleras empinadas con u notable esfuerzo. Llegué a la tercera planta y presidiendo estaba una Virgen y a la derecha un pasillo. Por él llegue a un salón donde me espera una señora sonriente y para mi conocida. Pero en ese primer momento no la encaje en mis recuerdos.

 

-         Buenas tardes peregrino. Suelta la mochila y siéntate que ya has llegado a destino.- Me dijo con infinita dulzura. Su voz tenía un fuerte acento vasco.

 

Solté los bártulos y más que sentarme me derrumbé sobre un sillón. Mientras ella me llenó un gran vaso de agua y me acercó una naranja.

 

-         Toma que pareces reseco.

 

-         Muchas gracias. Vengo seco.

 

Sin más di cuenta del líquido. Mientras tanto mi cabeza buscaba en el recuerdo y no lograba encajar esa cara y esa voz, pero no dudaba que era conocida.

 

-         Este es un camino precioso, pero las distancias son muy grandes y el agua más bien escasa. ¿De donde vienes hoy?

 

-         Desde Mérida y es el primer día. Esperaba que con litro y medio podría hacer estos últimos kilómetros y creo que me he quedado un poco escaso.

 

-         Este camino es muy diferente al Francés, hay muchos menos servicios y el sol calienta mucho más.

 

-         Perdona, tu cara me resulta familiar pero no consigo encajarla. ¿Cómo te llamas? ¿Has estado en algún albergue del Francés?.- No aguantaba más la curiosidad.

 

-         Me llamo Nekune y seguramente me conoces de Grañón o de Arrés. Han sido muchos años ejerciendo de hospitaleros voluntarios.

 

Eso es, se iluminaron mis ojos al terminar de localizarla.

 

-         Mi camino aragonés, cuando la inauguración del albergue de Arrés. Me acuerdo de una paella fantástica. Tu estabas allí, con el padre Ignacio y un grupo grande de hospitaleros. Tengo un recuerdo maravilloso de ese día en mi primer caminito.

 

-         Efectivamente, fuimos a la inauguración, junto con otros 10 o 15 personas. Yo no hice la paella pero si unas tortillas.

 

Recordé con ella ese día fantástico y la acogida maravillosa que tiene ese albergue. Me contó que su marido, Josemari, era el artista que hacía los letreros de madera que presidían la puerta del albergue.

 

El albergue tiene ocho o diez celdas y una habitación con quince literas. A mi me dio una celda individual.

 

-         A los que vienen andando hay que proporcionarles la tranquilidad que les permita dormir y recuperar fuerzas. - A todos los peregrinos esa noche nos dieron celdas, sólo fuimos 6 peregrinos a pie, a dos de ellos no volví a verlos, y cuatro con bicis.

 

Me contó la maravillosa labor que hacen los hermanos por los pobres y los más desvalidos. Había más de cincuenta enfermos que cuidan y amparan, sin pedir nada a cambio. También dan formación gratuita a chavales sin medios. Esta labor la realizan gracias a la Caridad, que es su único sustento para los enfermos y los niños que amparan, protegen y educan. Me contó que nunca han pedido ayuda oficial pero que siempre hay gente dispuesta a aportar para cubrir sus necesidades. Una obra fantástica del padre fundador (Ver anexo I). Sueño de un hombre entregado a la causa hasta su muerte.

 

Después de la charla marché a la habitación para la ducha de rigor y poder descansar un rato. Esta tenía una cama de 80 con un pequeño lavabo y un ventanuco. Era todo sencillo pero limpio y suficiente para mi.

 

A las siete y media decidí dar una vuelta por el pueblo. Es un pueblo blanco de calles estrechas, empinadas y, sobre todo, blancas. La gente se quedaba mirando al pasar y daban las buenas tardes. Sin darme cuenta fui ascendiendo hasta la ermita del Calvario. Pequeña ermita blanca y circular, con un pequeño cimborrio en la parte alta. Las vistas del valle son fantásticas desde ese lugar. El esfuerzo de la subida bien vale por la belleza del paraje.

 

Cuando llegue Nekune me cogió del brazo y me llevó hasta la iglesia. Esta es muy humilde pero muy curiosa. Nada más entrar esta la tumba del padre fundador con una lápida negra. Este templo se construyó con ladrillos vistos aparentando las paredes de un castillo donde orar a Dios desde el recogimiento. Allí nos reunimos los peregrinos para recibir la bendición antes de pasar a cenar. Fue muy entrañable y no pude dejar de recordar la bendición recibida en Roncesvalles en anteriores caminos.

A las nueve era la cena comunitaria, los hermanos comparten la cena con los peregrinos sin pedir nada a cambio. Nos juntamos doce personas alrededor de la mesa alargada, seis peregrinos a pie, David, José Manuel, Crispín , y dos alemanes que no había visto caminando ni volvería a ver,  2 parejas de ciclistas y los dos hospitaleros. La cena fue abundante y sabrosa.

 

Terminada la cena se acercaron dos de los hermanos y nos comunicaron que esa noche había un concierto de un tenor en la basílica de Santa Lucía del Trampal, que era una ermita que se encontraba a 6 kilómetros del pueblo, qué si queríamos ir. Nos llevarían en coche y que como mucho a las 12 estaríamos de vuelta.

 

¡Qué sorpresa! No podía perder esa ocasión. En el camino no hay que perder ninguna oportunidad que se presente de conocer cosas nuevas. Solo nos apuntamos David, José Mari (el hospitalero), dos ciclistas y yo.

 

Nos repartimos entre el coche de José Mari y la furgoneta de uno de los hermanos. También fueron tres alegres novicios.

 

Santa Lucía es una basílica visigoda construida sobre un santuario pagano previo, de tiempo de los romanos. Es única en el sur de España. Es una iglesia con tres naves muy estrechas, de las cuales solo una se mantiene en pie.

 

La nave que se mantiene en pie estaba repleta de gente ya escuchando al tenor del pueblo que era acompañado por una pianista. La sonoridad del lugar era magnífica y las romanzas resonaban de forma espectacular sobre esas piedras de nuestra de la historia.

 

A las doce de la noche ya estábamos de vuelta. Sobre la cama los hospitaleros nos habían dejado una hermosa cruz Tau, hecha con sus manos, una muestra más de cariño.

 

Repasando las incidencias del día, dormido me quedé, en aquella celda llena de amor y con la cabeza llena de Plata.