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Vía de la Plata

Zamora - Granja de Moreruela

Zamora - Granja de Moreruela

Día 12 – Zamora – Granja de Moreruela

A las seis y media me levanté con sigilo y después de pasar por el baño, salí con la mochila hacia la estepa castellana.

Las calles estaban medio desiertas. En el primer bar que encontré tomé el café de rigor, tenía ganas de caminar.

 

Este etapa la temía por el calor que podría pasar, pero para mi suerte el cielo estaba lleno de nubes que amenazaban lluvia pero que cubrían el cielo.

 

Se coge enseguida caminos agrícolas en muy buen estado que recorren la estepa rectos. No se ven montañas que interrumpan la visión. Todo es llano, monótono y solitario. No hay distracción de los propios pensamientos y las ensoñaciones aparecen para entretener la monotonía de la ruta.

Estaba contento en este día gris. Me libraría del calor fustigador. Corría el viento y la temperatura era ideal.

 

De vez en cuando se cruzaban otros caminos pero nunca se torcían las señales. Siempre de frente.

El campo había cambiado. Antes había fincas de ganado y árboles donde buscar la sombra. Ahora sólo rompía la monotonía los tendidos eléctricos que se perdían en el horizonte.

 

Cuando llevaba dos horas paré a quitarme el polar en medio del camino. Llegué incluso a sentarme en el suelo a reposar diez minutos, para sentir como la bóveda celeste iba de este a oeste y del norte al sur sin interrupciones. Las nubes de diferentes tonos y matices se movían rápidamente ocultando al Sol. Era hermoso el conjunto y la sensación de soledad grande. Los campos de cereal y barbecho se sucedían en terrenos inmensos.

Me encontraba bien mirando el espectáculo animado por la alta velocidad del viento sobre las nubes.

 

Mirar y ver lo que nos rodea afecta a nuestro estado de ánimo si sabemos observar la hermosura y la fuerza.

Me dio pena no ser pintor para poder reflejarlo en toda su plenitud. Muchas veces, casi siempre, las fotografías no son capaces de reflejar lo que mis ojos ven y mi corazón siente ante determinados paisajes. No dudo que la máquina recoge la realidad con total exactitud, pero le falta el sentimiento que el fotógrafo tiene.

 

Pasé por Roales del Pan y posteriormente llegué hasta Montamarta. Todo el tiempo en parajes similares. El cielo fue liberándose de nubes poco a poco, pero el día era fresco.

En Montamarta almorcé un buen pincho de tortilla y un café en un bar enfrente de la gasolinera.

Atravesé el pueblo y el puente sobre el embalse. Aquí tuve la ocasión de tener una subida corta hasta el cementerio y la iglesia de la Virgen del Castillo, que domina el embalse y el pueblo.

 

Despacio caminé por caminos hasta llegar a una zona de chalets junto a la zona más ancha del embalse de agua. Aquí dudé entre seguir por la carretera o continuar hacia el borde del agua por donde marcaban las flechas. Estas eran débiles y no muy bien marcadas.

Decidí la segunda opción, estaba harto de arcenes. Las indicaciones me llevaron hasta el borde del agua y durante un rato fui recorriendo la orilla arenosa y de piedras.

Era agradable caminar con la temperatura que hacía, seguía medio nublado aunque se notaba que terminaría despejado. Pasé junto a las casitas de fines de semana en los que no había gente.

 

En mucho rato no vi flechas ni indicaciones pero deduje que el camino se dirigía hacia las ruinas del castillo que se veía al fondo. Cuando lleve mucho agua hay que subir en un par de ocasiones a la carretera para atravesar las aguas. Yo solo tuve que hacerlo una vez.

  

Eran agradables las vistas con alguna barquita amarrada a la orilla. Nada más pasado el segundo puente me senté en una piedra a airear los pies. Era la una y media y apenas había parado veinte minutos a almorzar. Se me hizo largo este tramo.

Observé los chalet de la orilla y pensé en cuantas ilusiones puestas en su construcción y cuantas risas en verano habría en la orilla del agua. Los niños se bañarían rodeados de gritos, risas y juegos. Ahora sólo el viento se hacía oír. Un poso de tristeza inundó mi corazón ante la soledad de las casas.

 

Me levanté con pereza y ascendí hasta las proximidades del castillo de  Castrotorafe a medio derruir.

Este castillo se encuentra a unos cuatro kilómetros de San Cebrián de Castro, a orillas del río Esla, con una vista única del embalse del río. Este castillo suele identificarse con la mansión romana Vicus Acuarius, núcleo de población asentado en la Calzada romana de la Vía de la Plata. Ya en época medieval, en el año 1129 se le concedió el fuero de Zamora, llegando a ser una de las más importantes villas zamoranas como capital de la Orden de Santiago en el Reino de León, debido a su enclave de gran valor estratégico al poseer un puente sobre el caudaloso río, nexo de unión fundamental en la época entre Castilla y Galicia. De aquellos días sólo ha continuado las ruinas del castillo. Este enclave fue habitado hasta el siglo XVIII. Fue declarado Monumento Nacional el 3 de junio de 1931.

 

Recordé cuantas luchas y vivencias se desarrollarían entre aquellas piedras. Me dio pena que se encontrara en este estado de abandono un Monumento Nacional, que poco invertimos en los hitos de nuestra historia.

Seguí por camino hasta Fontanilla de Castro. Algunos mastines me ladraron al acercarme a un rebaño de ovejas que descansaban tapándose las cabezas para evitar el sol, que había aparecido definitivamente. Pese al mismo, la temperatura era buena y era agradable caminar entre campos de cultivo viendo los cielos azules y el pueblo acercarse. Fontanilla de Castro se atraviesa por calles asfaltadas y con ausencia de gente. El bar no le localicé y continué la marcha viendo la carretera a la derecha.

 

En algo más de media hora llegué a Riego del Camino. Pegado a la carretera encontré un bar con un coche de la guardia civil de tráfico en la puerta.

El local estaba oscuro pero fresco y una televisión daba el fin del telediario.

- Buenas tardes ¿se puede comer algo?

- Si, siéntate donde quieras. - Me respondió una señora detrás de la barra que charlaba amigablemente con los guardias.

Había cuatro mesas en un local destartalado con las paredes pintadas de azul fuerte y blanco.

 

Solté la mochila en un rincón y me senté en una mesa pegada a una pequeña ventana.

- Te puedo hacer una ensalada y un filete.

- Perfecto, y para beber póngame una clara con limón en jarra grande.

Los guardias estaban en la barra tomando café y charlaban con la señora, mientras que un chiquillo de unos 10 años hacía la tarea sentado en una silla en una mesa cercana. Sus ojos se fijaron en mi y con mucho desparpajo me preguntó.

- ¿De donde vienes?- Con curiosidad hasta en sus ojillos brillantes y vivarachos.

- Hoy desde Zamora.

- Eso está muy lejos. Yo fui con mi padre hace dos semanas. Estuve viendo a mis tías que viven allí, pero fuimos en coche.

- Deja al caballero y no molestes.- Gritó la abuela desde detrás de la barra.

- No se preocupe que no molesta.

Ante mi contestación continuó el interrogatorio.

- ¿Cuanto pesa la mochila?

- Pues no lo se exactamente pero deben ser unos siete kilos.

- No parece mucho, ¿qué llevas?

- Pues el saco y ropa para todo el camino.

- ¿Llevarás comida?

- Pues casi nada, como en los bares y compro como máximo para un bocadillo, un poco de pan y chorizo.

- Pues yo llevaría algo más.

Hablaba conmigo y al mismo tiempo jugaba con una pelota. Esta conversación duró hasta que me sirvió la comida la abuela, que le mandó a la trastienda para que terminara con la tarea.

 

Pregunté por mis amigos vascos y me dijo que habían venido a las dos de la tarde y que se habían ido al albergue.

Yo me encontraba bien y apenas eran las cuatro y media cuando terminé con el café y el orujo reglamentario, así que pregunté donde se encontraba el albergue para saludar a los amigos, y después continuar.

Hacía sol pero corría un aire tormentoso. Fui hasta la casa que me indicaron a través de un típico pueblo castellano con casas de adobe y un sol que derrite la sesera. Tuve que preguntar por mi habilidad para perderme, me dirigieron a la casa de la hospitalera y también alcaldesa, que con gran amabilidad me acompañó hasta el albergue. Allí encontré a Crispín en la cama reponiéndose del ejercicio y a José Manuel charlando con un matrimonio belga.

 

El albergue es la antigua escuela, bastante humilde pero suficiente, cama, agua caliente y estaba limpio.

Insistieron en que me quedara, pero les dije que prefería andar un par de horas más, este pueblo era muy tranquilo y podía aprovechar algo más la tarde. Me contaron que habían ido todo el tiempo por la carretera, evitando dar las vueltas del embalse. Ni se aproximaron al Castillo.

Después de sellar y estar un buen rato con ellos volví al camino. Son apenas seis kilómetros y medio por camino de tierra en parajes muy llanos. Me lo tomé como un paseo, mirando la tierra labrada y con las espigas grandes y próximas a ser segadas.

 

Sabía que la estepa se acababa después de Granja de Moreruela. Esas llanuras infinitas terminaban para dar paso a una zona más ondulada. Había tenido mucha suerte, no había hecho calor estos días. Recordé Extremadura y las calorinas que sufrí.

Parecía lejano y sólo habían pasado diez días. ¡Cuánto había visto!. ¡Cuánto había disfrutado!

También tuve tiempo para pensar en la anterior experiencia en Granja durante el Camino de Madrid (Villalpando - Granja de Moreruela).

 

Fue un rato muy agradable donde mi cabeza estuvo llena de ensoñaciones felices y gratos recuerdos, sin ninguna prisa ni preocupación. Cuando camino sin pensar en el esfuerzo y con la cabeza entretenida las distancias se acortan.

Según llegaba me crucé con un rebaño de más de doscientas ovejas con su pastar sujetando un borriquillo de largas melenas que se sorprendió. No había visto ninguno de este tipo.

- ¡Qué borrico más lanudo! ¿Puedo sacarle una foto?- Pregunté al buen pastor.

- ¿A quién a él o a mi?- Me respondió con una cierta guasa.

Como me pasa muchas veces no me había expresado bien.

- Perdón, me refería al animal.

- Por supuesto que si.

Llegué al albergue y lo encontré transformado, mucho más limpio,  con literas y baño nuevo.

Habían abierto un bar en el mismo edificio que se encargaba del albergue y de cobrar cuatro euros. También daban de cenar. Perfecto para peregrinos cansados.

En el albergue se encontraban una pareja de ingleses jóvenes que hacían el camino andando. Estaban acoplados en la sala grande, así que yo me coloqué en la litera cercana al baño para no molestarles.

 

Me contaron que venían de Sevilla y hoy sólo habían hecho camino desde Riego por que estaban lesionados. Estaban cocinando la cena a base pasta en un camping-gas que llevaban a cuestas.

 Cuantos he conocido en circunstancias similares y que pocos he visto caminando. La Plata está llena de peregrinos poco caminantes.

Me duché y realice la colada de rigor, que pude colgar en unas cuerdas al sol en la parte de atrás.

Me acerqué hasta la iglesia cerrada, por supuesto, y me tomé una cerveza en el bar donde antes se recogían las llaves. Tanto la otra vez, como esta me disgustó que la carretera nacional atraviese el pueblo, lo hace peligroso y ruidoso.

Volví al albergue a cenar en el bar. El tiempo había vuelto a cambiar, hacía un fuerte viento y el cielo se llenó de nubes, amenazaba lluvia.

A las diez estaba metido en el saco, reposando de las últimas etapas por la llanura castellana, mañana me esperaba una zona más ondulada.

 



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