Pola de Gordón - Busdongo
Día 18 - Pola de Gordon - Busdongo
A mitad de la noche me desperté muerto de frío, me había quedado dormido encima de la cama después de la ducha. La ventana estaba abierta y llovía. Como pude me metí entre las sábanas y continué durmiendo arropado, hoy no me molestarían los plásticos de los madrugadores.
No se cómo me desperté a las siete y media de la mañana. La habitación era un desastre, todo tirado. La mochila por un lado, las botas por otro y la ropa usada ayer por el suelo. No me había dado tiempo para hacer la colada, tocaría ponerse la ropa sudada. Recordé otra habitación a 500 kilómetros. También manga por hombro, pero en aquella ocasión la cabeza acompañaba en el desorden. ¡Qué lejos parecía aquella mañana en Galisteo! Tantas vivencias en tan poco tiempo hacen que dé sensación de lejanía. En mi vida monótona los días parecen iguales y, normalmente, no pasa nada. Aquí cada minuto es una cosa, una cara, una vivencia nueva, así el tiempo se alarga y cosas relativamente cercanas parecen alejarse.
Estaba paralizado en la cama. No me apetecía levantarme. Sabía que estaba lloviendo y quería continuar meditando. Tuve que enfadarme con la resistencia de mi vaguería. Ya sentado en la cama fui recogiendo y poniéndome la ropa. Según me la ponía se notaba el aroma peregrino característico. Los que habéis hecho algún camino sabréis al olor a que me refiero.
- Bueno, sólo quedan tres días y esta noche intentaré hacer la colada.
Miré al exterior mientras que rascaba la barba de cinco días intentando desperezarme. Estaba lloviendo y el cielo estaba lleno de nubes negras y con ganas de seguir soltando agua.
Ordené todas las cosas dentro de la mochila lo mejor que pude y antes de cargarla marché al desayuno, mis tripas reclamaban alimento, ayer me había saltado la cena.
Me bastó el aroma de las tostadas y el café recién hecho para dirigir mis pasos hasta la sala de desayunos.
Había dos mesas ocupadas por obreros. Con prudencia me fui a un rincón donde pasara lo más desapercibida posible mi presencia. Siempre me gusta observar a la gente desde una cierta distancia para que se muestren desinhibidos, así me puedo enterar mejor de sus inquietudes. Oír y escuchar nos hace más sabios.
Con café, zumo de naranja y dos tostadas con mermelada despaché mi desayuno. Mientras escuché a uno de los obreros:
- Estoy deseando que llegue el fin de semana. Estar en este pueblo me deprime. Hecho de menos a los niños. Si no fuera por el dinero saldría de aquí corriendo- comentó uno de los obreros, que vestía un mono azul y desvaído.
- Llevamos ya muchos meses y todavía nos quedan unos cuantos. La obra va con un cierto retraso. No te quejes que yo llevo un mes sin ir a Sevilla.- Respondió el otro.
Estas palabras me hicieron pensar en el esfuerzo que suponen las separaciones cuando no son deseadas. Cuanto sacrificio y sin sabores para mantener a una familia. No pude por menos pensar como serían las separaciones de los peregrinos durante la Edad Media.
Allí no había móviles, ni cartas. Esos peregrinos de toda Europa que emprendían un viaje guiado por la Fe. Cuantas dudas tendrían al emprenderlo. Los caminos no eran tan seguros como son ahora y en caso de necesidad no podrían coger un autobús o un avión que les devolviera a casa en pocas horas.
No sabrían si los restos que había en Santiago se correspondían con la palabra trasmitida en los púlpitos, pero que grande debía de ser la necesidad de mirar hacia el oeste, a ese lugar perdido pegado al fin de la tierra conocida. Cuantos esfuerzos, peligros y soledades la de aquellos caminantes.
Fui a la habitación a recoger la mochila, la cargué (¡seguía pesando!) y me puse el poncho, hoy tocaba agua, y parecía que en abundancia. No era el primer día en este camino pero siempre me molesta un poco. Con paso lento comencé a recorrer la calle que asciende hasta la N-630 para luego a través de un túnel llegar al polígono industrial. Allí se coge una pequeña carreterita secundaria que lleva a Buiza.
El campo estaba verde y húmedo, dando un toque romántico y bucólico al paisaje. Las nubes cubrían la parte alta de las montañas, algunos caballos sueltos pacían estoicamente bajo una lluvia fina y constante. El día estaba melancólico pero yo me encontraba feliz. Después de tantos días andando por la llanura, hoy me enfrentaba a unas subidas importantes y la variedad me agradaba.
Hoy había salido tarde pero sabía que la etapa iba a ser corta. Mi ilusión hubiera sido dormir en el alto de Pajares en un rincón de la explanada del Parador, viendo las estrellas. Esto no iba a ser posible en un día como hoy, esto me entristecía un poco. De todas formas prefería pensar en el momento y disfrutar lo que pudiera cada minuto.
Antes de llegar a Buiza encontré una pequeña ermita dedicada a Nuestra Señora del Valle, estaba cerrada pero que tenía un banco de piedra donde podía descansar y no mojarme. Empezaba a tener las botas empapadas y los calcetines mojados. No pude parar mucho rato, hacía bastante frío. De todas formas tuve tiempo para recordar cuantas iglesias y ermitas había pasado. En todas intenté visitarlas y que pocas estuvieron disponibles. Siempre me ha gustado sentarme tranquilamente en los bancos de las iglesias, me permiten concentrarme y sentir como la paz de espíritu se va filtrando en mi cuerpo. Son un bálsamo que reposa el espíritu y a través de este el cuerpo.
Me puse en marcha de nuevo y en poco rato llegué a este pequeño pueblo adosado a la montaña. Mi intención era seguir hacia Poladura de la Tercia. A la altura de su iglesia pregunté a una señora por el camino.
- Hay dos caminos, el que va por la izquierda te lleva a Poladura y el otro que te llevará al alto de la Collada y luego hasta Villasimpliz y luego seguir por la carretera. Yo te aconsejo que en un día como hoy vayas por el segundo. Hacia Poladura están las obras del tren y los caminos estarán muy embarrados.
- ¿Hay algún bar en el pueblo?
- No, aquí no hay de casi nada. Somos muy pocos vecinos. – Dijo con un tono de resignación.
Dudé un momento pero tenía razón. No estaba el tiempo para florituras. El camino pronto se convirtió en un sendero ascendente. Se podía ver a la izquierda las obras del AVE. Grandes montículos de tierra excavada se podían ver en la lejanía afeando un entorno verde. Aún así el sendero recorta por las montañas entre helechos y praderas.
Hay momentos que la subida se empina y requiere paciencia para no perder la bocanada de aire. Fue de los momentos más bellos de la etapa de hoy. Se respiraban los olores de la montaña y la vista se entretenía en los mil detalles que nos enseña la Naturaleza cuando tenemos la paz interior suficiente para mirarla con amor. La lluvia no paraba y el suelo en algunos tramos resbalaba y en otros marché entre pequeños regueros.
Iba mojado por dentro y por fuera. El sudor mojaba el interior del poncho aunque mantenía el calor por el polar. Parecía increíble que a finales de junio hiciera este tiempo tan revuelto. Llevaba 10 días de tiempo nublado y fresco. Lo agradecía y a la vez me sorprendía. La verdad que prefería esta temperatura al calor inclemente.
Cuando llegué al alto paré a recobrar el resuello mientras que me recibían un rebaño de vacas que pacían tranquilamente aprovechando unos pastos frondosos y compactos. Los helechos en muchas ocasiones cubrían el sendero. Se podían ver los montes ondulados cubiertos con la boina de las nubes lloronas.
Me hubiera gustado sentarme un rato a observar aquel espléndido panorama, pero la lluvia no paraba y continué.
La bajada es escabrosa por un sendero que se convierte en camino un poco más adelante. Pese a todo seguía siendo reconfortante el paisaje.
Llegué a la iglesia, por supuesto cerrada, pero con un hermoso soportal que me sirvió para reposar un rato. Según mis cálculos me quedaban unas tres horas hasta Arbas y todo por carretera.
Con resignación emprendí el paseo con la lluvia aumentando. Enseguida las flechas dirigen hacia la carretera vieja pegada a un riachuelo con unos bellos álamos. No duró mucho el desvío y me llevó de nuevo a la carretera de la Vía de la Plata.
En poco rato llegué a Villamanín, donde encontré un bar abierto. Con cierto apuro me quité el poncho que chorreaba sobre el suelo limpio del bar.
- No te preocupes, en un día como hoy es normal.- Me dijo el propietario. Un señor de unos setenta años.
- Sabe si hay alguna pensión u hostal en Arbás.
- Sí hay uno en Arbás que abre en la temporada de esquí. Desde aquí a Pajares sólo tienes una casa rural en Busdongo pero que hace precios especiales a los peregrinos.
- Esa es una buena información con lo que está cayendo.
- Aquí es lo normal, aunque este año no ha habido reposo.
Solo pude dar cuenta de un café y un par de magdalenas, no había pan. El bar estaba medio a oscuras y tenía pinta de tener pocos parroquianos a esas horas. A mí me sirvió para descansar un buen rato y secarme.
A las 12 y media continué la marcha por el arcén, todo el rato bajo la lluvia.
Con el agua que tiraban las ruedas de los camiones dándome en la cara, el poncho queriendo volar como una cometa y los pies chapoteando dentro de las botas llegué a las tres de la tarde a Busdongo. Vi un solo restaurante abierto y allí que me metí. Necesitaba calentarme, las manos estaban heladas y húmedas.
Me recibió un matrimonio encantador.
- Pasa hijo, quítate eso y acércate al fuego.
Una hermosa chimenea con sus leños ardiendo daban calor al bar del restaurante. Entre eso y un buen vaso de vino me sirvió para encontrar el calor perdido. El lugar era entrañable. Decorado por una barra y unas mesas de madera antigua, unos barriles añejos con un olor a hogar y, sobretodo, por unas sonrisas de sus dueños que emanaban cariño. La cocina cercana proporcionaba unos olores magníficos a comida casera. Mi jugos gástricos se pusieron en marcha una vez recuperado del frío y no pude evitar aceptar la invitación de los aromas.
Lentejas caseras, pollo asado y una tarta de queso casera me terminaron de levantar la moral. Fue inevitable el café y un par de orujos.
Pregunté por la casa rural y me informaron que estaba al lado de la estación de tren.
Con pocas ganas salí a la calle. Seguía lloviendo aunque ahora con menos fuerza. Efectivamente, doscientos metros adelante encontré la casa rural de Miguel Angel. Este me ofreció una habitación en la tercera planta, muy humilde pero muy coqueta y con todo lo que yo necesitaba.
Desembalé la mochila y realicé una magnífica colada. Colgué la ropa encima de los radiadores y me tumbé en la cama a reposar la comida (y los orujos). Al rato caí dormido hasta las siete de la tarde.
Estaba sólo en la casa rural, era el único cliente. Miguel Ángel es muy amable y servicial, aunque poco hablador y muy serio. Apenas le pude sacar dos palabras. No me importó, después de tres semanas en soledad prefería esto al ruido y el tumulto.
Me di un paseo por el pueblo que se forma alrededor de la carretera y tiene su centro en la estación, donde sólo paran dos trenes. Uno con destino a León por la mañana y otro por la tarde hacia Oviedo. El resto de convoys pasan a toda velocidad olvidándose de parar.
A última hora de la tarde se empezó a despejar y unos leves rayos de sol se abrieron paso entre las nubes. Mañana no lloverá me anunció el matrimonio del restaurante.
A las 10 y media de la noche estaba ya en la cama arropado y con la calefacción a tope. Había sido un día duro por un entorno que debe ser precioso con sol. Estaba cansado pero ilusionado por estar tan cerca de la cima de mi camino.
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