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Vía de la Plata

Morille - Salamanca

Morille - Salamanca  

Día 9 – Morille - Salamanca

Me desperté a las siete con los primeros rayos del sol entrando por la ventana. Emprendí sin pensarlo mucho la monotonía mañanera de organizar las ropas y de asearme. Hoy fui rápido y el proceso fue breve, otras veces me cuesta, debe ser por los biorritmos. Sabía que la etapa de hoy iba a ser corta y el turismo mucho, Salamanca bien vale una tarde.

Salí a la calle y estaba muy mojado el suelo pero el cielo despejado y la temperatura buena para caminar.

Hoy era domingo y los bares estaban cerrados hasta más tarde, ni intenté ir a buscar uno. Mi despensa estaba un poco vacía y no me apetecía un desayuno de barritas energéticas, así que trago de agua y en ayunas a caminar.

Al principio pasé por una finca ganadera donde las vacas daban de mamar a su terneros sin preocuparse por mi presencia. Había abundantes encinas que sombreaban la vereda. La luz entre las hojas marcaban un precioso cuadro que me alegraba.

 

Al rato pasé a una pista agrícola recién arreglada donde era fácil el caminar y la vista de un cielo limpio y muy azul satisfacía mi ánimo. No tenía prisa en llegar, nadie me esperaba y sabía que en apenas cinco horas estaría en las calles de la ciudad.

En este tramo encontré a dos parejas que caminaban con pequeñas mochilas como para pasar un día de campo.

- Buenos días caminante.- Me saludó el que parecía mayor.- ¡Que buena mañana para caminar. ¿Estás haciendo en Vía de la Plata?

- Buenos días. Eso estoy intentando, aunque a mi me gusta más el Camino de la Plata.

- Bueno, lo tradicional es el concepto vía, pero cada uno lo puede llamar como quiera. ¿De donde has salido hoy?

- Hoy desde Morille y quiero llegar a Salamanca. ¿Son ustedes de allí ?

- Si, y aprovechamos los días buenos para salir al campo y disfrutar de las dehesas. Aunque nosotros apenas caminamos diez o doce kilómetros. ¿Cuántos llevas desde que saliste?

- No se, salí de Mérida hace unos nueve días. No me importa tanto los kilómetros como empaparme de los paisajes y de los lugares por donde paso.

Estuvimos un rato conversando y me expresaron su deseo de alguna vez hacer el Camino, pero no encontraban el tiempo para realizarlo. Amablemente me indicaron lo que aproximadamente me quedaba y donde se encontraba el albergue.

Reemprendí la marcha por el camino teniendo en el horizonte una pequeña cuesta y sabiendo que después ya vería el destino. Llegué a una planicie donde era posible ver la ciudad en la lejanía. Me crucé con varios ciclistas en su ejercicio dominical, apenas uno se digno a saludarme.

En poco más de cuatro horas llegué a las calles de la ciudad. Se notaba que era domingo, las calles despejadas y tranquilas, las pocas personas que me cruzaba iban con el periódico y el pan. Recordé mis costumbres domingueras cuando estoy en casa y me imaginé en tareas similares. Me sentí feliz de estar en el camino. La paz era reconfortante.

 

Casi sin darme cuenta llegué hasta el río donde vi un quiosco de churros y sin pensarlo mis pies se dirigieron para allá, empezaba a tener mono matutino de cafeína. En una gran sartén aceitosa y humeante una señora extendía la masa de los churros.

- Buenos días, deme un café con leche y cuatro churros.- Pedí de forma automática.

Sin apenas espera me puso un vaso y un platillo con la comanda. Estos estaban calientes y grasientos, quizás demasiado, pero de muy buen comer, tampoco de esto diré nada a mi médico.

Terminado el desayuno crucé el río Tormes por el puente romano. Se veían niños con su bicicletas disfrutando de un magnífico día de final de primavera.

La ciudad despertaba despacio y se notaba el sosiego dominical. Los edificios se mostraban hermosos con la luz matutina.

Sin darme cuenta llegué al museo de la catedral y después al albergue. Estaba cerrado todavía y se veía gente limpiando. Llamé para que me sellaran la credencial, cosa que hicieron en la misma puerta para que no pisara el suelo recién fregado.

Cuando me di la vuelta vi a un peregrino mayor sentado en un banco de piedra. Me acerqué a él y le pregunté:

- Buen camino, ¿estás esperando para entrar?

- Hola. Si, llegué ayer por la mañana y dormí en una pensión, hoy quiero seguir viendo tranquilamente la ciudad, pero antes quiero soltar la mochila. No me apetece pagar otra vez veinte euros por lo que me da el camino de forma gratuita.

- Por el acento diría que eres canario.

- No, nací en Madrid pero desde pequeño llevo viviendo en Canarias.

- Me resulta extraño, no recuerdo haber conocido canarios en el Camino. ¿Desde donde saliste?

- Empecé en Sevilla hace veinte días. Me tomo el Camino con tranquilidad y suelo parar varios días en las ciudades. Me gusta conocerlas despacio. No sé cuando podré, o si volveré a visitarlas. El año pasado hice el del Norte y el anterior el Francés. Para mi el camino es una excusa para hacer turismo.

- Supongo que estarás jubilado, por que tanto tiempo no se puede concebir trabajando.

- Si, trabajé en el ejercito y me jubilaron en el 2005, desde entonces todos los años me vengo un par de meses para conocer la península. Pero no pienses que no camino, yo voy donde me llevan los píes ningún otro vehículo utilizo.

- No te preocupes. Yo pienso que cada uno hace el camino como le apetece. Lo único que me indigna es cuando el albergue está lleno y llega uno caminando, entonces por dignidad creo que la prioridad de cama y alojamiento la tiene este. Aunque en este no es el caso, siempre hay suficientes camas, cuando las hay.

- ¿Tu no te quedas en el albergue?- me pregunto extrañado cuando cargaba la mochila.

- No, hoy me quiero darme un regalo, dormiré en una pensión que no me imponga horarios. También quiero disfrutar de las calles como turista.

Mi intuición me hizo pensar que no debía caminar demasiado pese a sus palabras.

Después de desearle suerte pasé a los jardines románticos del Huerto de Calixto y Melibea. Hermosísimas vistas sobre el río. Me senté en un banco de piedra a deleitarme con la tranquilidad y sentir el placer de unos rayos de sol suaves que me acariciaban la cara.

Cerré los ojos para recrearme en el placer de no pensar en nada y concentrarme exclusivamente en sentir, sin prisas. Me sentía feliz con sólo unas pocas cosas que me permitían ver la vida con otra perspectiva. Nada era más importante que respirar el momento. No quería saber la hora. Estuve bastante tiempo sólo acompañado por algunas parejas de enamorados que paseaban de la mano, contándose sus pequeños secretos de amor.

Con cierta pereza volví a la puerta del albergue, ya abierto. En la puerta estaba una de las alemanas de Fuenterroble.

- Hola peregrina. ¿cómo te va?

- Ah, hola, no te había visto, estaba concentrada en mis cosas. Llegamos ayer y estuvimos visitando la ciudad y mañana nos volvemos. Tenemos las rodillas machacadas y las vacaciones se han acabado, pero muy contentas de haber vivido  estos días.

- ¡Qué pena! Pero espero que volváis para completar lo que habéis dejado a medias.

- No lo dudes, a los alemanes no nos gusta dejar las cosas a medias. ¿No entras al albergue?

- No, hoy prefiero dormir en un hostal para poder visitar tranquilamente la ciudad.

Nos despedimos con un beso y cada uno siguió su camino. Curioso, había conocido a unas peregrinas que no llegué a verlas caminar, siempre en los albergues. Bueno cada uno hace su sendero como quiere o como puede y no somos nadie para juzgarlo.

Di la vuelta a la Catedral y entre por la puerta principal. Hermoso edificio gótico digno de una visita reposada. La altura de sus bóvedas hacen pensar en lo pequeño que somos y la grandeza de la gente que la construyó.

Me senté un rato en un banco a escuchar la Misa que acababa de empezar en una de sus capillas. Los feligreses vestían ropas festivas y yo era un contrapunto con mi camiseta amarilla sudada y mis pantalones piratas rojos. Aún así me sentí cómodo y a gusto.

En el camino siempre me relajo mucho en la tranquilidad de las iglesias y ermitas, es un tiempo de silencio y meditación que me recupera del cansancio y me dan paz interior.

Cuando terminó el culto me quedé sentado oyendo mis pensamientos, es una carga de energía espiritual que me satisface. Me levanté al rato cuando ya no quedaba nadie en la capilla y las luces se apagaron.

Las naves estaban llenas de turistas que observaban las paredes, columnas y bóvedas. Algunos me miraban con curiosidad por mi atuendo y mochila, o por lo menos así yo lo sentía.

Salí y visité la Casa de las Conchas y la plaza Mayor. La calle estaba llena de gente que paseaba en la hora del aperitivo.

Me senté en una terraza a observar pasar a la gente endomingada, que iban tranquilas saludando a los conocidos. La temperatura era magnífica, la atormenta de anoche había atemperado el calor. En estas vi pasar a José Manuel y Crispín.

- Buenos días peregrinos, parecéis turistas.

- Buenos días. ¿Cómo te va?

- A mi bien tomando este sol tan agradable. Hay que disfrutar de los pequeños placeres, y este es uno barato y agradable. ¿Cómo estás Crispín de tu espalda?

- Dopado, pero mejor que ayer. Creo que mañana podré volver a caminar. El médico me ha dado “droga” para tres o cuatro días.

- Ve con cuidado y no fuerces, que no eres un jovencito.

- Si no forzamos, mayores locuras he hecho y nunca me ha pasado nada.

- Ten en cuenta que la edad no pasa en balde.

Tomamos unas cervezas con unas tapas de chorizo salmantino, por cierto excelente, viendo pasar a la gente gozando de su día de descanso semanal.

- ¿Dónde duermes hoy?- Preguntó José Manuel.

- Todavía no lo se, pero me apetece dormir en un hostal donde poderme bañar y no tener horarios. Supongo que utilizaré alguno de las afueras, para ahorrar algo de camino mañana.

- Nosotros dormimos en casa de mi hermano, y ya nos están preparando una paella.

- Disfrutar de la familia y de sus cuidados.

Nos despedimos hasta mañana y seguí perdiéndome por las calles del centro observando a los niños jugar y a los padres charlar sin prisas. Me gustaba el ambiente relajado.

A las tres de la tarde encontré una pensión adecuada y pude soltar la mochila. Me di una reconfortante ducha caliente. No tenía mucha hambre así que preferí una siesta que salir a comer.

Desperté sobre las siete sin sobresaltos, con las piernas y brazos como si me pesaran quintales. Sobreponiéndome me levanté a recorrer de nuevo la plaza Mayor y las calles céntricas.

Estuve cenando en un pequeño restaurante una ensalada y un par de huevos con farinato. Exquisito embutido salmantino, que apenas se conoce fuera de aquí.

Estuve hasta las doce viviendo la solitaria vida nocturna de un domingo. Me encantan las ciudades medianas donde nada está lejos y se puede ir a cualquier sitio caminando.

Me costó dormirme por la siesta, pero entretuve la cabeza en los recuerdos.  

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