Día 17 -León – Pola de Gordon
Me despertaron los plásticos de unos peregrinos madrugadores, o mejor dicho trasnochadores, eran las cinco. No podré entender este gusto por la nocturnidad en aras de evitar un calor, que por cierto en estos días no hace. Me volví e intenté relajarme. Pero fue imposible, iban y venían al baño, otros intentaban no hacer ruido pero chirriaban mesas, sillas y camas.
- ¿Por qué tenéis tanta prisa? ¡No se van a llevar el camino! - Le pregunte al vecino de litera.
- Luego se nos hace tarde y sufrimos el calor. También aseguramos las camas en el albergue en los mejores sitios. Y por último podemos relajarnos por la tarde.
- No lo entiendo. Ayer estuvo nublado y no hizo calor. Yo vengo para estar en el camino y disfrutar del paisaje, no para estar tirado en una cama de un albergue, más allá de lo estrictamente necesario para descansar. Prefiero caminar despacio saboreando los momentos, que madrugar y correr para encontrar una cama.
No le convencieron mis razonamientos, pero bueno, no todos somos iguales. Intenté cerrar los ojos y pensar en los buenos momentos pasados hasta este momento.
Era el día adecuado para meditar sobre lo pasado, hoy iniciaba la tercera parte de mi camino. La primera fue por la Vía de la Plata, Mérida hasta Astorga, la segunda por el francés pero en sentido contrario hasta León y, por fin, la tercera de León a Oviedo. Parecía mentira que el tiempo hubiera pasado tan deprisa y hubiera vivido tantas cosas. También es cierto que pensando en el primer día parecía lejano.
Esta última fase me es desconocida pero la ilusión me estimula, espero que el tiempo me respete o por lo menos no vaya a mayores. Hasta ahora he tenido lo que buscaba, conocerme un poquito más, conocer un poco más a las gentes y los pueblos, y alejarme de realidad diaria. El Camino me ha proporcionado siempre lo que necesitaba en cada momento. ¡Qué buena gente! Recuerdo a los peregrinos y hospitaleros que han coincidido conmigo. ¡Qué pocos y que peregrinos! David el más joven y dinámico. Crispín y José Manuel los jubilados maratonianos. Mi espíritu está tranquilo aunque un poco triste, ya voy viendo el final, apenas cuatro días. Me da respeto el paso del Pajares, la mayor altura de mi camino.
Estuve pensando en estas cosas hasta que me encendieron las luces con todo el descaro, eran sólo las seis y media. ¡Paciencia peregrino!
Despacio me desperecé y fui empaquetando mis cosas con parsimonia. No tenía prisa en salir.
Me despedí de la hospitalera y del edificio de las Carvajalas, que con tanto amor y cariño acogen a los caminantes. ¡Qué bien me encontré ayer durante la oración en la capilla! Nunca entenderé a las personas que se encierran en vida entre cuatro paredes en un ejercicio de oración y trabajo. Yo me ahogaría si estuviera encerrado de por vida sin poder respirar la libertad del campo y las montañas. Admiro su abnegación pero creo mucho más en la entrega a través del contacto personal que por medio de la simple oración. Yo estoy seguro que el Señor nos ayuda pero a veces hay que echarle una manita. Aún así me maravilla su bondad, caridad y calma.
Las calles de León amanecían y las luces de las farolas se iban apagando poco a poco. La gente tenía cara de lunes, un poco dormida y un poco cabreada, marchando deprisa a sus tareas. Nosotros los peregrinos, tengo la sensación que somos en las ciudades un contrapunto en el fluir diario. Unos van forzados por la necesidad de la subsistencia y los otros felices de marchar a su camino y volver a encontrar los grandes espacios. El peregrino habitualmente no se encuentra cómodo en los sitios grandes y prefiere los pueblos recogidos donde el contacto se hace más intimo. Por lo menos yo lo prefiero.
Entre en un bar a desayunar antes de entrar en la plaza de la Catedral. El café y un croissant me terminaron de despertar. Es curioso que hasta que no me tomo mi “cafelito” matutino veo el mundo con cierta tristeza.
Me acerqué hasta la Catedral y pude observarla con tranquilidad mientras que la gente pasaba deprisa a mi alrededor. Me senté en el suelo y me parecían tremendamente bellas sus líneas. Cuanta sensibilidad de los maestros arquitectos que supieron dar semejante armonía. Todo el mundo pasaba deprisa y nadie se paraba a admirarla. Tenemos la belleza a nuestro lado y no sabemos valorarla, bastaría un poco de tranquilidad. Cuantas veces admiramos lo que tienen los demás y que poco estimamos lo que tenemos, es necesario perderlo para darnos cuenta de la realidad.
Me levanté tranquilo y tras un grupo de peregrinos fui caminando por las calles, se les veía felices contando sus anécdotas. Cuando llegamos a San Marcos ellos marcharon hacia la izquierda, camino del puente y yo a la derecha hacia el Auditorio, buscando la calle del Padre Isla.
Busque las flechas pero no las encontré, así que continué por esta calle hasta que salí de la ciudad por la carretera que va a Carvajal de la Legua. Miraba y requetemiraba buscando mis queridas flechas. Estaba convencido que algún camino habría pegado al río Bernesca. Cuando llevaba una hora larga desde San Marcos vi una pareja caminando por un sendero a la izquierda de la carretera. Campo a través fui hacia allí y, por fin, encontré la primera flecha. Era pequeña pero suficiente para decirme que iba por el sitio adecuado.
Ya seguro caminé un rato hasta que el camino se corta por una nueva urbanización y no hubo más remedio que volver a la carretera. La seguí hasta Carvajal de la Legua.
Llegué sobre la diez de la mañana y al encontrar un bar a él me dirigí para tomar un café. Estaba lleno de obreros de la construcción de las urbanizaciones, se estaban metiendo unos bocadillos que asustaban. Con mi mochila y mis pantalones piratas me encontraba un poco fuera de lugar. Pregunté al camarero por el camino.
- Mira, sigue hasta el final del pueblo por esta misma calle y verás que se convierte en camino. Ahí encontraras las flechas que buscas.
- Gracias, estaba un poco perdido. ¿Pasan mucho caminando?
- Bueno, alguno se ve pero la mayoría van hacia Hospital.
Efectivamente la calle se convirtió en camino y aparecieron la primeras cuestas. Iba paralelo al río y así fue durante todo el día.
Empecé a sentirme cómodo por aquel camino que subía y bajaba constantemente, pero iba junto a pequeños robles y podía ver constantemente la ribera rodeada de choperas. Volví a sentirme a mi mismo en armonía con la naturaleza.
Cuando llevaba una hora más, aproximadamente, encontré la fuente de San Pelayo con su cajetín metálico lleno de primeros auxilios y su libro de firmas de peregrinos. Había un letrero que anunciaba:
“Según la tradición en este lugar descansaron las tropas de Bermudo II en retirada hacia Oviedo después de ser vencidas en el Esla (995)”
No pude por menos que pararme a beber y sentarme un rato a reposar leyendo el libro.
La última firma era de unos belgas que habían pasado hacía una semana. Todo en él eran buenas intenciones y sentimientos positivos para continuar la marcha. Sentado en aquel banco de madera intenté imaginarme aquellas tropas deprimidas por la derrota descansando para afrontar el paso de las montañas.
Continué despacio por aquel precioso bosque hasta que llegué a Cabanilles, donde un pueblo sin gente se me apareció. No es que no hubiera sino que no pude ver a nadie, se oía en alguna casa voces y algunos coches aparcados delataban su presencia, pero no me crucé con nadie.
El día había amanecido fresco pero a esta altura tuve que deshacerme del polar. El sol comenzaba a calentar y presentaba un día precioso con nubes algodonosas fusionándose con las montañas. ¡Que placer andar por este camino verde! Las granjas me rodeaban y hasta algunos caballo pude ver pastando a la vera del río.
Cuando llevaba un par de kilómetros oí un ruido a mi izquierda entre unas zarzas. Era un ciclista que intentaba salir entre unas alambradas y se había enganchado la camiseta. Solté la mochila y acudí ayudarle. Con un poco de esfuerzo pudimos salir de allí.
- ¿Hasta donde vas?- le pregunté extrañado al no verle con mochila.
- Estoy recorriendo esta parte del río y quiero llegar hasta La Robla, donde he dejado el coche esta mañana.
- Pues ten cuidado por donde vas, yo que tu seguiría las flechas amarillas, que seguro te llevan hasta allí.
- Y tu ¿hasta donde vas?
- Quiero llegar a Oviedo y hoy quiero terminar en Pola de Gordón.
- Pues todavía te queda un buen trecho. Me encantaría poder hacer algo similar, pero el trabajo y la familia me lo impiden.
Siguió su marcha por el sendero después de despedirse. Yo me quedé pensando en las circunstancias de cada persona. Estas muchas veces nos limitan la libertad.
Un poquito más adelante pegado al río apareció un hermoso puente de madera que lleva a la Seca. Este puente de tablones inestables crea un precioso paisaje. Tuve que parar a fotografiarlo para que el recuerdo permaneciera, junto con las choperas que le acompañan. Me dio envidia aquella gente que vivía en lugares tan bellos.
El camino y las flechas me llevaban por aquella hermosa vega hasta que llegué a La Robla, aquí el paisaje cambia y de golpe nos presenta la modernidad vestida con una enorme central térmica de carbón. Grandes montículos de carbón nos enseñan lo que un día de estos será la electricidad que nos caliente.
Me entristeció esta aparición. Aceleré el paso para llegar pronto al centro del pueblo y dejar atrás aquella modernidad.
Eran las tres y media de la tarde y busqué un sitio donde comer. No fue tarea fácil. Unos estaban cerrados, otros habían cerrado la cocina, era demasiado tarde. Al final del pueblo encontré un restaurante donde llenar el buche.
En el bar era el único comensal, me sirvió una muchacha que estaba más pendiente de ver la telenovela que ponían e la tele. Fue una comida sencilla pero nutritiva consistente en alubias con chorizo y una trucha frita, regada por un buen vino y por un digestivo pacharan con hielo. Estaba cansado y un poco deprimido. Los últimos dos kilómetros me habían cambiado el humor.
Sobre las cinco reemprendí el camino por una carreterita secundaria que me dirigía hacia la ermita del Buen Suceso. Al poco de salir encontré un acueducto de piedra que según decía un letrero fue construido en 1795. Allí encontré a un abuelo tomando el sol de la tarde.
- Buen camino peregrino. Sigue por la alameda que va pegada a la carretera, esta te llevará hasta la ermita. Esa carretera es muy peligrosa.
- Gracias, seguiré su consejo. ¿Qué tal se vive por aquí?
- Bueno, ahora no es como antes. Hay más comodidades, me acuerdo nada más terminada la guerra que íbamos a León a vender las lechugas y tomates en un autobús destartalado. Aquellos si eran malos tiempos.
Estuve un rato con él escuchando su soledad y sus ganas de comunicar sus añoranzas. Vivía en el año 2007 pero sus recuerdos y felicidades le llevaban cincuenta años atrás. Sólo necesitaba alguien a quien contar sus aventuras y su sabiduría.
Le dejé sentado prometiéndole que me acordaría de él cuando llegara a mi destino. Mi paso era lento meditando sus palabras.
Llegué al poco rato a la ermita barroca del siglo XVIII. Para mi suerte estaba abierta y pude visitar el hermoso templo encabezado por la imagen de Nuestra Señora del Buen Suceso. El templo tenía una verja que separaba el templo en dos, por un lado el altar y por otro los bancos de los fieles. Las paredes y el techo abovedado estaban pintados de blanco ocultando la piedra con la que se construyó. Me senté un rato y oré dando gracias por lo que se me estaba siendo concedido. Se respiraba paz y tranquilidad en su interior, como solo se siente en estos edificios de piedra concebidos para el recogimiento y donde la simplicidad es una virtud.
Al poco la carretera se abandona y se atraviesa un puente sobre el río que nos lleva al pueblo de Huergas de Gordón.
Desde este lugar pude ver la obras que se están realizando para el AVE. Aunque las flechas marcan el camino este está desbrozado por los camiones de gran tonelaje que mueven las tierras. Tuve que tener cuidado en el lodazal que habían convertido el camino.
Después se pasa al lado del asentamiento de los obreros formado por multitud de casetas prefabricadas. Pensé que dentro de un tiempo el camino tendría que abrirse paso por algún lugar diferente.
Encontré a unas señoras paseando que me guiaron a la entrada de Pola de Gordón. Me dijeron que no había albergue pero que había un hotel donde paraban los obreros del AVE y que estaba muy bien de precio.
Atravesé el pueblo, ya cansado y me dirigí cuesta a arriba. Atravesé el cuartelillo de la guardia civil y apareció un hotel de una estrella. Llevaba poco tiempo y olía a nuevo. Me dieron una habitación sencilla sin demasiado lujo pero con baño y con derecho a desayuno.
Después de la ducha me derrumbé en la cama pensando en las incidencias del día. Me sentía feliz por todo lo vivido y tremendamente relajado, el cansancio del camino y el madrugón hizo inevitable que me quedara dormido.
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